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DAVID MURCIA GUZMÁN Y ANDRÉS Piedrahíta son, en el fondo, dos colombianos típicos de este decaído momento moral de nuestra historia: vividores sin prejuicios, sagaces culebreros que se aprovechan de la sed insaciable por la plata.
El primero diseñó una pirámide para los estratos dos y tres; el segundo, para los que están muy por encima del seis. Ambos supieron tejer la telaraña de falsas apariencias, trampas infalibles en las que cayeron las nubes grises de mosquitos pobres y los solitarios moscardones de ricos colores.
Los otros (nosotros), los de la clase media, sacamos mucho pecho porque no caímos en las garras sucias del uno ni en el abrazo chic del otro, pero no fue por inteligencia y menos por virtud. No fue porque no creyéramos en minas con tanto oro. Simplemente no estábamos tan desesperados como para jugarnos al azar lo poco que teníamos (y así salir de pobres), ni teníamos tanto capital disponible como para apostar duro en el azaroso póquer de Bernard Madoff, quizá el más grande estafador financiero de la historia. Cuando uno cuida el milloncito de pesos que le permitirá comprar los aguinaldos, no se mete en el bajo mundo de DMG. Cuando uno no tiene de sobra el millón de dólares de la apuesta mínima con los grandes grupos financieros internacionales, tampoco puede jugar en el Fairfield Greenwich Group.
La figura atrapapobres de DMG ha sido mirada con lupa y estudiada con cuidado por muchos analistas. Menos gente se ha metido con Andrés Piedrahíta, el encantador de serpientes de los ricos. Las mismas pulsiones primitivas (y ridículas) funcionan igual en todos los estratos. Si a Murcia le bastaba una moto grande, una camioneta último modelo, una finca en los Llanos y un muchacho amigo de los hijos de Uribe para descrestar calentanos, Piedrahíta necesitaba una isla en Barbados, una mansión en Madrid, un jet privado Gulfstream 200 y un muchacho de la nobleza griega, sobrino de la reina de España. Si a David Murcia le tocaba mover pesos en efectivo en tulas de billetes, Piedrahíta tenía que mover millones de dólares sin olor para el fisco, en paraísos de evasión tributaria como las Islas Caimán o las Bermudas. Pirámides y vidas paralelas, a distintos niveles, con el mismo veneno atrapamoscas para seducir seres humanos enfermos de codicia.
El mecanismo psicólogico lo describió hace un siglo Thorstein Veblen, con su teoría del lujo ostensible. ¿Cómo desconfiar de un hombre maduro ojiazul, con lánguida esposa millonaria crecida en el suburbio más caro de Connecticut, con finca en Mallorca, pisos enteros en Nueva York y en Londres? A una persona así, de tan buenos modales, que invita príncipes a pasar tardes de verano, le puedo confiar mi plata. Lo mismo que David Murcia para los otros: alguien con esos tenis, esas hembras y esos carros, que viaja a Panamá y a Ecuador cada semana, el rey del Putumayo que ayer no tenía ni un centavo, ése nos sacará de pobres también a nosotros.
Quedamos por fuera los aparentes virtuosos de la clase media, sin otro ahorro que la prima de fin de año, con poco qué ganar y todo qué perder, apegados a dos cuadras de tierra y ocho vacas, que jamás hemos pisado La Hormiga del Putumayo ni Greenwich en Connecticut, inmunes a las pirámides de ricos y de pobres, medianos columnistas de antiguos periódicos del tercer mundo, sin mucho qué mostrar y nada qué ocultar, pontificando sobre lo divino y lo humano, sin saber bien cómo sería el hampón seductor que también a nosotros nos quebraría el alma. ¿Un escritor sudafricano, un físico de Harvard, un pensador de Friburgo o un biólogo francés? Lo prefiero. Prefiero estas pirámides y burbujas del saber.
