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Estoy leyendo una magnífica biografía del inmenso escritor catalán Josep Pla, Un corazón furtivo. Quien la escribe no es pariente, aunque se llame Xavier Pla. En ella se cuenta, muy al principio, lo desaliñado que era Pla para vestirse. Y, sin embargo, no es que se vistiera mal sino más bien, al contrario, que se ponía cualquier cosa: se vestía, ante todo, con ropa ajena. Le gustaba la ropa usada, usada por otros, sin importar si le quedaba ancha o estrecha, si tenía manchas de grasa o estaba remendada, si era fina u ordinaria. Por esto mismo a veces parecía ir muy elegante, y otras veces su mugre y desaliño eran casi ofensivos.
Hay gente que solo se siente bien poniéndose la ropa de otro. Recuerdo que una vez llegué a sospechar que un amigo mío era cleptómano. Cada vez que me visitaba en la casa, alguna prenda mía desaparecía de ella: una chaqueta, un par de zapatos, una camisa, incluso unas gafas. Después me lo encontraba por ahí y veía que llevaba puesto algo mío. “Hombre –le decía yo–, ¿por qué te me robaste esos pantalones?”. Dudaba un momento, sonreía, y al fin contestaba: “Es que me parece que a mí me quedan mucho mejor”. Tal vez era verdad, no sé. Y, sea como sea, todo lo que me robaba, todo lo que me sigue robando cada vez que va a mi casa, me lo suele pagar con libros raros, digamos con unos diarios de Josep Pla, y entonces no me quejo ni lo tildo de ladrón. Cada vez que lo invito, le pregunto: “¿Qué me vas a robar esta vez?”. Él sonríe y me entrega un libro viejo como anticipo.
Escribir se parece a ponerse ropa prestada. Ponerse en el lugar de otro o, como suele decirse, en sus zapatos. ¿Cómo sería ser otro? Meterse en su cabeza o en su piel es más difícil, pero es posible al menos disfrazarnos de otra persona. Las pocas veces que me veo obligado a ponerme corbata (un matrimonio, un entierro) sé que ese no soy yo y que finjo ser otro. Además, mis corbatas son siempre prestadas. Las uso en esas ocasiones raras y ahí mismo las devuelvo, como si me quemaran.
Crecí en una familia numerosa y mis hermanas menores heredaban la ropa de las mayores. Una hermana de mi mamá, la tía Mona, era más rica que nosotros y entonces, si había alguna ocasión importante o una fiesta, mi mamá se ponía la ropa más elegante de su hermana, e incluso algún collar, un anillo. ¿Por qué quiere alguien parecer más rico de lo que es? No sé. Aunque también ocurre lo contrario: gente muy rica a la que le fascina parecer pobre y a veces uno los ve pasar casi en harapos. ¿Será una precaución para que no los envidien o para que no los atraquen? No les he preguntado. Otro tipo de atuendo también es el carro. Me ocurre contemplar atónito a gente que vive de alquiler en un sitio oscuro de treinta metros cuadrados, pero eso sí, en el garaje tienen una camioneta burbuja inmensa y, si es posible, blindada.
“Ni un seductor Mañara/ ni un Bradomín he sido,/ ya conocéis mi torpe aliño indumentario…” escribe Machado en su autorretrato. Vestirse muy bien o con exceso de cuidado (perfumados, afeitados, recién motilados) es un vicio de seductores y filipichines. Cuando veo desfilar por la calle a esos dandis me pregunto siempre lo mismo: ¿Será verdad que a las mujeres les gusta esto? Tal vez no y, sin embargo, la ropa es importante. Importante, ante todo, para no estar incómodo con uno mismo. Pero también para gustar o al menos no disgustar a quien queremos gustarle. A veces mi mujer me hace cambiar antes de salir y acepto vestirme con el buen gusto de ella y no con el mal gusto que me gusta a mí. Uno, desnudo, es irremediablemente lo que es, nos guste a nosotros o no, y les guste o no les guste a los demás. Con ropa, en cambio, somos lo que queremos ser o lo que otros quieren que seamos. Tal vez sea por eso que en las estampas japonesas las parejas no se desnudan para hacer el amor; se tapan siempre con trajes y con telas. No sé si uno se viste para mostrarse o para ocultarse. De todos modos, como dice Hisham Matar, “¿no es más revelador observar a una persona vestida que desnuda?”.
