Hacía tiempos no iba a la Fiesta del Libro de Medellín. Dejé de ir cuando en mi ciudad gobernaba un alcalde, Quintero, que se hacía el pobre para volverse rico. Y como con los editores, escritores y libreros no veía la manera de hacer negocios que lo enriquecieran, resolvió que la fiesta de los libros no valía la pena (ni el Jardín Botánico, ni las piscinas, ni las pistas de atletismo) y abandonó a su suerte todo aquello que no cabía dentro de sus negocios. Se dedicó a comprar y revender propiedades de un tal Luis Pérez, por las que ahora la Fiscalía lo ha llamado a juicio. Pero no voy a ensuciar este artículo hablando de corruptos. De lo que quiero hablar es de unos poemas que nos recuerdan que las sociedades y la gente pueden ser mucho mejores que los políticos que mienten y calumnian en las redes y roban en sus puestos.
Volví, pues, a la Fiesta del Libro, y vi en el programa que había una cosa de esas anacrónicas y pasadas de moda: un recital de poesía. Y quise ir porque recordé que a los dos poetas que iban a leer yo los había admirado hacía muchos años, aunque ya se me estaban escondiendo en la trastienda de mi desmemoria. Ella, la anfitriona, era Inés Posada; y el visitante, el poeta ítalo-mexicano Fabio Morábito. Este empezó a leer poemas, dijo, publicados hacía muchos años. Recuerdo que leyó uno dedicado a los columpios, que me devolvió al tiempo en que yo columpiaba, hace más de tres décadas, a mi hija cuando tenía menos de dos años. Leyó otro sobre sus dientes, que me recordó otro poema magnífico sobre el mismo tema de López Velarde.
Más adelante leyó uno más, bellísimo, quién lo creyera, sobre las orejas, que empieza diciendo que tenemos “Dos orejas: una para oír a los vivos/ otra para oír a los muertos”, y yo supe que tenía razón, mucha razón, especialmente en alguien que, como yo, no oye por la oreja derecha, la de los muertos. Y que termina diciendo algo estupendo: que “había una tercera oreja pero no cabía en la cara/ la ocultamos en el pecho y comenzó a latir/ está rodeada de oscuridad/ es la única oreja que el aire no engaña/ es la oreja que nos salva de ser sordos/ cuando allá arriba nos fallan las orejas”.
Pero tal vez el poema más bello que leyó Morábito, y el que pienso que puede cambiar el mundo, o al menos puede hacer mejor a un país cafetero como el nuestro, es el que dedicó a algo que él llamó “cafés pendientes”. Esta, explicó, es una tradición nacida (y perdida) en Nápoles, donde se lo llamó, en italiano, caffè sospeso. La costumbre consiste en dejar un café pagado para que alguien que no puede permitirse un tinto entre al lugar y pregunte si hay algún café pendiente, y si lo hay, se lo regalan. No voy a copiar aquí lo que dice el poema de Morábito, pero estoy seguro de que si ustedes, mis siete lectores, lo encuentran y lo leen, van a empezar a dejar tintos pagados en todos los cafés de este mundo. Me imagino un mundo inundado de cafés pendientes, de libros pendientes, de almuerzos pendientes…
Me queda poco espacio para comentar los poemas de Inés Posada. Voy a hablarles de uno solo que por motivos obvios me llegó a esa parte del cuerpo que llamamos alma, pero que hoy preferiría llamar la oreja que ocultamos en el pecho. Ha habido un par de misiles rusos caídos en Ucrania que me han dolido casi tanto como el que nos cayó encima a un grupo de amigos. Uno cayó sobre una cola de jubilados que hacían fila para reclamar la pensión. Con su gran exactitud, en el atentado cayeron más de veinte viejos. El otro cayó sobre una cola de gente que hacía fila para comprar el pan. Fue sobre este último crimen que escribió su poema Inés Posada, que termina así: “La luz los derrumbó/ como si fueran tallos de árboles cortados por un rayo./… La guerra había ensuciado para siempre/ el pan de cada día/ en cada uno de nosotros”.
Yo creo, sinceramente creo, que un poema de estos, bien leído, leído en Rusia, sería capaz de parar al fin esta guerra espantosa.