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Llega un momento en que uno empieza a sentirse como esos ciclistas al final de su vida deportiva, ya resignados a ser gregarios de otro, que en una temporada nefasta no logran seguirle el paso al pelotón y se dan cuenta al pedalear sin ritmo, rezagados, de que ese año será su última vuelta. Pero esto no lo digo por el deporte, cuando la vejez nos cae estando jóvenes, sino por la tecnología, cuando la vejez nos llega estando todavía muchísimo más jóvenes que los ciclistas al final de su carrera. Hay un momento en la vida, cada vez más temprano, en que nos damos cuenta de que ya no podemos seguirles el paso a los adolescentes y debemos acudir ya no a nuestros hijos sino a nuestros nietos para que nos expliquen qué es lo que está pasando porque ya no entendemos.
Y, sin embargo, al acudir a ellos, vemos otra cosa. Que son rapidísimos y nos superan en todo lo técnico, pero que hay algo en lo que siguen siendo lo que son, niños: en su credulidad. Los lentos vemos que esos niños carecen de todo criterio para distinguir la verdad de la mentira. En la explosión incontrolada de las redes sociales, los rápidos caen en todas las trampas y no se dan cuenta de que esa jauría que les escupe basura en la cara, no son ni siquiera seres humanos, sino bots diseñados para engañarlos en una red de desinformación y difusión de falsedades.
Así, ahora hay jóvenes y viejos que ya no distinguen las noticias falsas de las verdaderas, que no reconocen la historia y las deformaciones de la historia, lo real de lo inventado, y no se dan cuenta de que creen las noticias falsas más delirantes y de que caen en ellas como moscas en una telaraña. Claro que la desinformación y la mentira siempre han existido, pero nunca antes había tanta capacidad de volverlas virales, hasta convertirlas en verdaderas epidemias de falsificación, de distorsión, perfectamente diseñadas para despistar a los ingenuos, por supuesto, pero incluso también, y cada vez más, a los más cautelosos y escépticos.
Hoy en las redes se incita al miedo, a la ira, a la polarización, a la indignación permanente, y se difunde la idea de que todos son iguales, los medios serios y el último influencer, todos mentirosos, todos indecentes, y entre tanta basura informativa se acaba por no creer en quienes ofrecen información contrastada, verificada, donde no caben los delirios de cualquiera. En un ambiente virtual descontrolado, los entusiastas del odio y la discordia repiten patrañas e infamias evidentes. Y estas las recogen los siempre listos a creer teorías que, cuanto más demenciales, les parecen también más convincentes.
Hay países muy poderosos gobernados por déspotas (Putin es, entre otros, el ejemplo más evidente) que tienen fábricas de desinformación para construir y difundir falsedades, y que les pagan a “líderes de opinión” locales, para que estos hagan la tarea de propagar la mentira fabricada por ellos, que luego sus bots se encargan de amplificar de modo que sea tan grande la aparente difusión de la infamia que esta parece ser innegable, ya que la gente supone que no puede ser mentira lo que tantos repiten, sin importar que la mayoría de esos muchos aparentes no sean personas, sino robots programados y pagados para replicar lo que les ordenen quienes los crearon y pusieron al servicio de Estados, intereses y, sobre todo, estrategias diseñadas para crear caos e inestabilidad en algunos países.
Cada día se necesitan más guardianes de la verdad, mentes e instituciones capaces de rastrear y contrastar la mentira y la basura incesante que circula en las redes, expertos en información con tiempo de contrastar y de desmontar la avalancha de mentiras producidas por la propaganda. Y cada vez se necesita más gente (joven y vieja) dispuesta a informarse bien y a pagar por estar bien informados y no sometidos a la creciente manipulación de la verdad, a la deformación de la realidad y a la desinformación viral y delirante.
