¿Reformar lo que se tiene o arrasar con todo para volver a construir sobre las ruinas? Supongo que es muy difícil para alguien que tiene formación e ideología revolucionaria adaptarse a los lentos acuerdos y desacuerdos del reformismo. El gobierno viene presentando al Congreso una serie de reformas. Hasta se llaman así. Algunas de estas reforman tanto que se vuelven casi revolucionarias, aunque se intenten hacer por el camino democrático (que implica acuerdos y ajustes entre distintas visiones e intereses). Son tantas las reformas presentadas al mismo tiempo que uno se pregunta: ¿esta lluvia de propuestas en los primeros meses de gobierno obedece al cálculo, a la improvisación, o a un deseo de mostrar que las reformas son imposibles y el único camino para el cambio es la revolución?
Si obedecen al cálculo a corto plazo, el razonamiento sería este: ahora que estamos en luna de miel, ahora que el pacto está fresco, estrenando recursos y burocracia, es el momento para que me aprueben lo que pretendo. Hay que aprovechar los altos índices de aprobación, gastarse el capital de la esperanza, y lograr en el primer año lo que quiero sacar adelante: la reforma política, la reforma a la salud, la reforma pensional, la reforma laboral, la ley de sometimiento (Paz Total), y otras más. Sin tener aseguradas unas mayorías sólidas, se intentan pasar como leyes ordinarias (que se pueden aprobar con mayorías simples) lo que parecen ser leyes estatutarias (que requieren más debates y mayorías calificadas). Según uno de los juristas más ecuánimes del país, Rodrigo Uprimny, al menos la reforma a la salud requeriría tramitarse como ley estatutaria. Es decir que la reforma que más a pecho se ha tomado el gobierno, la de la ministra Corcho, estaría viciada desde sus mismas premisas y aunque fuera aprobada por el Congreso, podría ser devuelta por la Corte Constitucional.
Si esta explosión reformista no obedece al cálculo, sino simplemente a la improvisación, a la falta de experiencia, o a un síndrome de hiperactividad con déficit de atención (en un país donde escasean muchos medicamentos, empezando por la Ritalina, que podría moderar la fiebre hiperactiva), entonces nos podemos encontrar con el escenario más probable: un exceso de acciones que fracasan porque no se pueden pactar (reformar es pactar), llevan a un gobierno inerte e ineficaz.
Pero hay un tercer escenario, y quizás el peor. Sería, también, un tipo de cálculo, pero ya no a corto, sino a mediano plazo. Ante la incapacidad de reformar el país, hay que revolucionarlo. Y para esto, en primer lugar, hay que encontrar un culpable. ¿Quiénes se oponen a las reformas que yo he intentado hacer pacíficamente y por las vías democráticas? Toca inventarse un monstruo: el Estado profundo; la oligarquía; la casta empresarial; las instituciones caducas; los medios de comunicación vendidos al capital; el Congreso corrupto e ineficiente; la justicia y las cortes cooptadas por la vieja élite; o todos los anteriores al mismo tiempo, agrupados bajo un gran sustantivo que se pueda fácilmente demonizar. El Establecimiento, por ejemplo. O algún otro todavía por inventar.
Digo que este escenario podría ser el peor porque es el que llevaría la polarización en que vivimos a una gran explosión. Como el Establecimiento (supongamos que este sea el coco) ha impedido y bloqueado todas mis reformas progresistas para el cambio, tengo que hacer el cambio para el que fui elegido por otro camino, sin consensos. ¿Y cuál va a ser ese camino? Podría ser la calle. Pero un pueblo asfixiado por la carestía y la inflación no le suele jalar a la calle para apoyar un gobierno al que identifica con una situación que en vez de mejorar empeora. Si no es la calle, podría ser un proceso constituyente, en el cual nos podríamos enfrascar durante meses o años. Amanecerá y veremos. Eso sí, para ver el amanecer, hay que madrugar y mantener los ojos muy abiertos.