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Sadomasoquismo político

Héctor Abad Faciolince

08 de diciembre de 2024 - 12:05 a. m.

El ejercicio de la política se está convirtiendo cada vez más en una práctica cotidiana de crueldad y sufrimiento, de sadismo y masoquismo complementarios. Las redes sociales son como una arena romana donde se enfrentan gladiadores políticos, combatientes que de algún modo se saben condenados al poder o a la muerte y por lo mismo dan un espectáculo –cuanto más sangriento mejor– que enardece a la plebe, a los espectadores circundantes que se desgañitan por el uno o dan chillidos por el otro. En el ring virtual de las redes, los triunfadores son los que más duro pegan, pero curiosamente también triunfan los que más sangran. Los que más hondo clavan sus puñales o quienes con más alaridos exhiben sus heridas.

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Más allá de la verdad comprobada de los hechos, pues no puedo afirmar si estos son mito o realidad, es curioso que los dos personajes más polémicos de la vida colombiana de las últimas décadas (el uno asociado con la extrema derecha terrateniente y el otro formado en la izquierda radical de la lucha armada) estén rodeados, en lo que se refiere a sus actitudes sexuales, de un halo de relatos sádicos o masoquistas. En el relato popular del primero estas actividades incluyen el abuso y la imposición de estirpe sádica; en la leyenda viva del segundo se habla de orgías y bacanales que lo aproximan más a roles de humillación y sumisión masoquista. En este sentido, la habladuría popular suele representar al primero como matón o verdugo y al segundo como víctima que se revuelca resentida. Uno que se deleita en infligir miedo y dolor, y otro que siente placer y llega al éxtasis cuanto más percibe y recuerda lo que ha sufrido.

Fuera del aspecto puramente sexual que, repito, no me consta, lo más interesante es que estas actitudes opuestas, y a veces complementarias, se reproducen y reflejan en el terreno político. La extrema derecha predica la sumisión, la disciplina, el dominio (bondage) y la mano dura para alcanzar un ordenado y orgásmico país paradisíaco; y la izquierda exguerrillera extrae toda su fuerza y su atractivo (aullidos y gemidos de gata en celo, tan adoloridos como placenteros) en el exhibicionismo de las heridas y de los agravios padecidos, que justifican y exigen un cambio de papel: pasar de víctimas a verdugos.

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El masoquista y el sádico se necesitan el uno al otro. Se buscan, se señalan, se escogen. Invierten sus roles con un ritmo y unos pasos de danza casi coreográficos. En el plano de los hechos y de la memoria selectiva cada cual tiene su propio relato masoquista no desprovisto de pruebas: Nos secuestraron / nos desaparecieron; reclutaron niños y violaron muchachas / nos picaron y despedazaron con motosierra. O su proyecto sádico: fuerzas del orden para amansar al pueblo / poder popular para someter a la clase dominante. Y en el plano más usado, el del discurso, lo que se usa no es debatir, convencer o controvertir al adversario, sino que se busca degradarlo, herirlo, provocarle dolor con dagas de palabras para que en la palestra de las redes el humillado lance clamores de ofensa que lo sitúen en el centro de la atención y así resulte placentero recibir los golpes, las puñaladas, que serán retribuidos con ataques y venganzas simétricas.

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El sadomasoquismo político no es una exclusividad colombiana sino una peste que recorre el mundo. Impulsados por la necesidad de estar en el centro de la atención, de tener resonancia y conseguir millones de seguidores en las redes sociales, la discusión política se ha exacerbado hasta una especie de vandalismo verbal, con lo que hemos llegado a un nivel en que ya no hay mentes que exponen y discuten ideas sino matones que usan garrotes y piedras para machacar, y apedreados que sangran en público para afilar las picas de su próxima venganza.

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