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¿Puede uno sentir añoranza de un sitio que no conoce? ¿O deseo de ver a alguien que no hemos visto? Creo que sí. Yo, por ejemplo, siempre quise conocer a Eduardo Salavisa, o al menos desde que supe de su existencia, hace ya muchos años. Ustedes se preguntarán quién es Eduardo Salavisa. Pues bien, ahora les voy a contar. Supe de este artista porque recibí una carta suya que empezaba así: “Caro senhor, Desculpe se lhe escrevo sem o conhecer pessoalmente, de lhe escrever em portugues e do longo texto”. El portugués es una lengua hermana y creo que se entiende, pero les resumo: que le perdonara por escribir sin conocerme, largo y en portugués.
En esa carta Salavisa me decía que le gustaba viajar y dibujar, y que conjugaba esos dos gustos dibujando sus viajes. Así como los escritores, a veces, tomamos apuntes cuando vamos a alguna parte, los “diarios de viaje” de Salavisa eran cuadernos de dibujos. En el viaje en bus que me contaba, el dibujante portugués pensaba recorrer muchos países de América Latina. Había empezado en México, se había detenido en los pueblos de Centroamérica, había cruzado a Colombia por el Darién, había pasado por muchos sitios de acá y finalmente había tomado un bus nocturno para ir de Popayán a Quito. Llegó a la frontera con Ecuador antes de la madrugada y ahí se dio cuenta de que mientras dormía le habían robado una mochila con varias cosas, pero sobre todo con seis libretas ya terminadas de dibujos de México, Centroamérica y Colombia. Su trabajo de tres meses había desaparecido en el país de los ladrones.
Hice lo posible por ayudarle. El Espectador publicó la noticia; por radio se mandaron avisos a Pasto, Ipiales, Popayán; el mismo Salavisa pegó carteles en las calles ofreciendo una recompensa. En fin, sus cuadernos de dibujo nunca aparecieron. El hombre siguió su viaje al sur, desengañado y guardando una idea clara de Colombia. Llenó otros diez cuadernos con dibujos de Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. Tiempo después, en Lisboa, se hizo una exposición que coincidió con un viaje mío a Portugal. Iba a ver a Salavisa en la galería, pero hubo un contratiempo y no pudo ir. Vi solo sus cuadernos. Seguimos en contacto por correo, de vez en cuando, y cada vez que publicaba sus nuevos diarios dibujados me mandaba una copia. Yo los miraba despacio, se los comentaba, y le agradecía. Una vez le hice un prólogo.
El jueves de esta semana, 10 de diciembre, recibí un sobre más de Salavisa. Adentro un pequeño libro negro de tapas duras y un título: Caderno de retratos. Memórias imperfeitas. Me puse a hojearlo en desorden, encantado, y vi que no era un diario de viaje, o al menos no lo era a primera vista. Se trataba siempre de un mismo sillón blanco con brazos y patas de madera, vacío en la primera hoja, y luego ocupado por amigos, primos, cuñadas, vecinos, una exesposa, una exnovia, alumnos, editores. De cada uno un retrato, una hora, una fecha y una breve biografía íntima. Nada más.
Después de estar un rato mirando el cuaderno, y ya con ganas de escribirle un correo felicitándolo por su nuevo diario gráfico, reparé en la dedicatoria: “Envio-te o meu último projecto. Literalmente o último. 1 abrazo, E. Salavisa”. Había algo raro, melancólico y seco en esas palabras. Miré la fecha del sobre escrito a mano: estaba sellado el 28 de octubre de este año. Aquí es normal que el correo se demore casi lo mismo que en tiempos de Magallanes. El WhatsApp es instantáneo y entre las retratadas del libro había una amiga común, J.V.P. “J.V., buenas noches. ¿Qué sabes de Salavisa?”. La respuesta me llegó hoy al amanecer: “¿No lo sabes? Eduardo murió el mes pasado, hace exactamente un mes”. Los dibujos de Salavisa son bellos e imperfectos, como la memoria. Son un saludo y una despedida a los amigos que lo quisieron visitar en la enfermedad. El sillón vacío espera a los que no fuimos. Siempre querré conocerlo. Tanta saudade solo la puede generar un artista portugués.
