Joe Biden y Vladímir Putin estaban esperando, cada uno a los suyos, al pie de la escalera del avión. Putin, el neo zar, recibía a sus conciudadanos con alfombra roja, con un marcial apretón de manos seguido de un abrazo y al toque de fanfarria militar. Biden, más modesto, escoltado por Kamala Harris, dejaba que los familiares se acercaran a besar a los rehenes norteamericanos liberados por Rusia.
Como ocurre siempre en los recibimientos oficiales, el orden de bajada del avión era simbólico. El primero en bajar en la base Andrews fue Evan Gershkovich, periodista del Wall Street Journal, que hablando con rigor no era un espía (fue condenado de afán por espionaje, en un juicio a puerta cerrada y sin pruebas públicas). El primero en bajar a saludar a Putin, en cambio, era un sicario, Vadim Krásikov, conocido en Alemania como “el asesino de Tiergarten”. Como se corresponde a su oficio, hacía todo lo posible por ocultar el rostro bajo una gorra.
No me voy a referir a todos los prisioneros intercambiados por Rusia y Estados Unidos (en total 26), o, para ser más exactos, por Rusia, Belarús y Occidente, pues también intervinieron los gobiernos de Alemania, Noruega, Polonia y Eslovenia. Esta semana, en una columna preciosa, Juan Esteban Constaín se refirió a la pareja de espías rusos que, en una operación que duró años, se hicieron antes argentinos para poder espiar más libremente y servir a su amo: los servicios secretos rusos. En el caso de este matrimonio, no falta el sacrificio de los espías de verdad que se dedican a forjarse una identidad falsa en la cual involucran incluso a sus hijos. Como los niños no nacen formateados para mentir sino para creer, sus padres resolvieron criarlos en la mentira, para que no los delataran. Les hablaban a sus hijos en una lengua ajena (nunca la materna) y les inculcaron un idioma y una identidad que no eran las suyas: el español porteño y la nacionalidad argentina. En la TV rusa han celebrado con largas entrevistas su gran patriotismo. La patria, para ellos, está por encima de todo, hasta de la familia.
Ya Constaín habló magistralmente de esta pareja, así que voy a detenerme en otros presos intercambiados. Ya mencioné a Gershkovich, que no fue detenido por espiar, sino por informar, y a quien Biden hizo todo lo posible por liberar desde que fue injustamente detenido. Gershkovich fue la gran moneda de cambio para que Putin pudiera obtener al más cercano a su corazón, el tal Krásikov, que pertenecía, sí, a los servicios secretos rusos, pero que no fue detenido en Berlín por espiar, sino por matar.
Este Krásikov, el sicario que insiste en ocultar el rostro, en agosto de 2019 se acercó en bicicleta por la espalda a un independentista checheno de origen georgiano, Tornike Khangoshvili, y a plena luz del día le pegó un tiro en la nuca. Cuando este cayó, bajó de la bicicleta y lo remató con otro disparo en la cabeza. Esto ocurrió en el parque central de Berlín, el Tiergarten. Poco después, Krásikov (así lo vieron cámaras y testigos) arrojó al río la bicicleta, la peluca con que se cubría y la pistola con que mató. Con estos datos pudo ser detenido y luego juzgado y condenado (en un juicio abierto y con pruebas) a cadena perpetua.
Por supuesto, el embajador ruso en Alemania negó que su país estuviera involucrado en semejante crimen. Es más, calificó de “absurdo” que se pudiera siquiera pensar que la Federación Rusa estuviera implicada. Tan implicada que ahora Putin recibe al asesino con alfombra roja y un abrazo filial.
Y ¿a quién más tuvo que liberar Putin para que le entregaran a su sicario? Nada menos que a un defensor de los derechos humanos, Oleg Orlov, de 71 años, cuya fundación, Memorial, recibió el Premio Nobel de la Paz en 2022. Estaba preso, según Putin, por neonazi y por desacreditar a las Fuerzas Armadas rusas. Su delito, en realidad, era haber expresado una opinión: que la invasión rusa a Ucrania era un crimen y un error.