Empiezo esta nota acompañado por el adagio del Concierto para piano en la mayor n.º 23 de Mozart. En el insomnio de anoche (desde que hay peste me despierto a las tres con una sensación de angustia que solo se disipa con una hora de lectura) leí pedazos de un libro sobre el silencio, del violonchelista Mario Brunello. Curioso un músico hablando del silencio, pero, como me dijo Gonzalo Ospina, el concertino de la Filarmónica de Medellín, “sin silencio no hay música”. Esto es verdad, sin duda, pero también es verdad que si lo único que hay es silencio, la música deja de existir.
Una tristeza más que se añade a esta epidemia es que la música, la música en vivo, con los músicos y el público presentes en una sala, se ha vuelto un imposible en estos meses de aislamiento. Tenemos, claro está, las grabaciones, y yo mismo en este momento (y todas las mañanas) aprovecho que hay música grabada para que el día no me reciba con la bofetada de la realidad, sino con la caricia de un oboe, de un piano, o el canto de una soprano o un violín. Sí, pero, mientras tanto, ¿de qué viven los músicos? ¿Cómo harán para poder seguir tocando y grabando de manera que en la próxima peste (esta no será la última, olvídense) nos pueda seguir salvando la música?
Tras dos párrafos con Mozart acepto la sugerencia de Brunello y trato de situarme en el silencio de la naturaleza (en las montañas, al amanecer) para sentir y entender lo que Beethoven nos transmite en los dos primeros movimientos de la Pastoral, su Sexta sinfonía. Todo vibra y se estremece con las sugerencias de estas melodías, pero su misma belleza me devuelve a la situación de los músicos. A veces me entero de buenas noticias que dan esperanza: a los estudiantes de piano de Eafit que no tenían su propio instrumento, la Universidad se encargó de prestarles y de enviarles a su casa un clavinova para que pudieran seguir estudiando.
Aunque también hay noticias menos buenas: los estudiantes que viven de dar clases de música no han podido seguir dándolas. Es difícil corregir, indicar; las lecciones no funcionan de modo virtual. Tampoco se puede tocar al unísono pues, por bueno que sea el internet, hay siempre pequeños desajustes de tiempo que hacen que música y silencios no coincidan. Cada músico debe grabar solo y luego un técnico se encarga de ensamblar, por lo cual es necesario escoger piezas cortas y relativamente sencillas. Los festivales, los conciertos, los ensayos, las clases, todo esto ha desaparecido. La escritura es distinta. Yo escribo esto solo, que ustedes leerán solos después. Los cuentos no se escriben ni se interpretan en directo. Se escriben y se leen en ausencia; la música no. La emoción más viva de la música en general requiere la presencia de los intérpretes y del auditorio.
Los músicos populares no están en una situación mejor. Con bares y cantinas cerradas no hay tríos ni serenateros ni mariachis. Israel, mi paciente profesor de guitarra, no se puede reír frente a mí de mis esfuerzos inútiles para que me suene bien un fa o un si bemol. Me manda ejercicios de ritmo que trato inútilmente de imitar porque la música tiene que seguir. Hasta mal tocada, la guitarra es una gran amiga.
Mientras me hundo y me consuelo con el Quinteto para clarinete de Mozart, chateo con una prima que trabaja en una orquesta profesional. Por un tiempo, me dice, les podrán pagar a los músicos. Pero todo es frágil. Esperan que las empresas no dejen de aportar a unos músicos que siempre viven, ensayan y tocan juntos, en comunidad, y además frente a un público que ahora no puede acercarse. Es un esfuerzo diario por no desaparecer. Para que el poder estético y sanador de la música siga vivo, para que nos siga liberando en tiempos de crisis, angustia y desconsuelo. Los músicos, mientras tanto, nos siguen dando la serenidad que quizá no tienen, el optimismo del que carecen, la belleza de la música y del silencio. Sin ese regalo creo que yo mismo no me quisiera despertar.