La semana pasada un prestigioso periodista, Jonah Lehrer, cayó en desgracia a causa de sus mentiras. Con una prosa ágil y varios éxitos editoriales, Lehrer, de 31 años, había subido como palma, pero con una serie de citas falsas que le atribuyó a Bob Dylan, bajó como coco y de repente se vio en el suelo. Su libro, Imagine: How Creativity Works, fue retirado de las librerías por los editores, y Lehrer tuvo que renunciar a su puesto como periodista fijo del New Yorker.
A raíz de este episodio, el neurocientífico Sam Harris publicó una entrada en su blog en el que hace algunos comentarios sobre el plagio y la mentira, y luego ofreció de regalo un pequeño libro electrónico que se puede bajar hasta este domingo. Se trata de un ensayo breve, sencillo y bastante ilustrativo sobre la mentira: Lying (Mentir). Si se apuran y hacen clic aquí abajo, buscando el enlace al final del artículo, podrán leerlo gratis todavía: http://bit.ly/MR30LH.
Lo más grave del caso de Lehrer fue que cuando un obsesivo especialista en Bob Dylan, el periodista Michael Moynihan, le preguntó por las fuentes de sus citas del famoso compositor, Lehrer tuvo que inventar otras mentiras para justificarse: dijo haber hablado con personas que no lo conocían; dijo haber visto películas inexistentes. Lo peor de la mentira es eso: que una vez descubierta, engendra una cadena de otras mentiras para intentar que la patraña se sostenga en pie.
La semana pasada ocurrió un episodio en el periodismo colombiano en el que también la verdad quedó en entredicho entre dos versiones irreconciliables. Noticias Uno sacó a relucir un informe interno de la Empresa de Acueducto de Bogotá según el cual en el agua que se consume en la capital hay o hubo presencia de dos bacterias muy nocivas: Escherichia coli y Vibrio cholerae. La primera implica contaminación fecal de las aguas; la segunda, peligro de cólera. Si un periodista declara que el agua está sucia cuando esta está limpia, la población se enferma de pánico. Si un gobierno declara que el agua está limpia cuando está sucia, la población se enferma de peste. Cualquiera de las dos mentiras sería muy grave.
El alcalde Petro dijo que demandaría al noticiero de televisión por mentir y generar alarma. El gerente del Acueducto, Diego Bravo, dijo que “por respeto a la libertad de prensa” no demandarían a nadie. Esto suena raro pues respetar la libertad de prensa no consiste en respetar la mentira. También habló de un funcionario, Ignacio Castro, quien trabajaba en el laboratorio del acueducto; cuando se le preguntó si fue despedido, el gerente salió con una respuesta de leguleyo: que no fue despedido, sino declarado insubsistente. Despido o insubsistencia, el hombre fue echado, en lenguaje corriente. Pero el gerente del Acueducto dice que “hay que cambiar de página”. Pasar la página tan rápida en un asunto tan serio como la potabilidad del agua deja la impresión de que se está ocultando algo. El asunto puede ser técnico (hay unos niveles mínimos de contaminación permisibles), pero puede explicarse con sencillez a la ciudadanía. En algo tan grave nadie puede decir mentiras: ni el alcalde ni el gerente ni los periodistas.
De eso habla el ensayo de Harris que les recomiendo: de lo nocivo y costoso que es mentir. Cuando se impone la mentira en las relaciones personales, en los negocios, en los asuntos de gobierno, todo empieza a caer por un despeñadero de desastre. El señor Petro, que cada vez se encasqueta más sus gorros para taparse la mirada, debería aprender a mirar a los ojos y decir finalmente la verdad sobre el agua de Bogotá. El agua es potable o no. Punto. Al respecto no se puede mentir. Inventarse que el agua está sucia cuando está limpia, o lo contrario, que está limpia cuando está sucia, es muchísimo más grave que inventarle frases a Bob Dylan. No sé si en este caso miente Petro o miente el periodista, pero uno de los dos debería asumir el costo de su mentira.