En la obra de Borges, que es casi tan infinita como el Alcorán, se lee que “todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe”. Uno de estos teólogos ateos fue el gran polígrafo persa, Omar Jayam, que no solo fue el poeta de las espléndidas cuartetas conocidas como Rubayatas, sino (y quizá sobre todo) un gran astrónomo y matemático, que impuso en las ecuaciones algebraicas la x como incógnita, a partir del término árabe shai (“cosa”, o “algo”), que pasó al castellano como xai (cuando la x se pronunciaba como en México o Texas, sh). Y bien, este Omar Jayam, fue uno de los más notables defensores del vino y de la embriaguez, por un motivo más teológico que humano: no hay dioses en el cielo y la naturaleza es ciega, caótica o, si mucho, azarosa e incomprensible. Y, si es así, más nos vale amar y embriagarnos mientras nos llega la muerte.
Digo esto porque a algunos les sale bien escribir ebrios de alcohol o embotados de tabaco: así, por ejemplo, no solo Omar Jayam (con vino de cepa persa, Shiraz), sino también Poe, Hemingway, Faulkner, Capote, Scott Fitzgerald, Malcolm Lowry y, entre nosotros, De Greiff y el tuerto López, que no son, ni mucho menos, lo peor de la literatura de esta parte del mundo que deberíamos llamar, en vez de las Américas, el Extremo Occidente.
Lo anterior, además, para decir también que a otros escritores, con plena seguridad no menos grandes que los de arriba, les conviene la sobriedad de la escritura matutina, sobria de alcohol, vacía de tabaco y ebria de café. Entre ellos están mis venerados Voltaire, Balzac y Yourcenar, el apolíneo Goethe, los muy madrugadores Vargas Llosa y García Márquez, y el mismo inagotable y abstemio Borges, que solía almorzar y comer (como hacíamos los niños en Antioquia) con un vaso de leche. Mezcla de noche y día, de café diurno y alcohol nocturno, son otro par de poetas que jamás me he cansado de leer, porque entrar por primera o por décima vez en sus versos es bañarse siempre en un río distinto: el lusitano Fernando Pessoa y el heleno Konstantinos Kavafis. Pessoa mismo debió parir, en su alma múltiple, heterónimos sobrios y borrachos, creyentes y descreídos, materialistas y místicos, cabalistas y descabalados.
Como si la vida no se pudiera soportar sin su ayuda, el alcohol se ha inventado o descubierto en los cuatro costados de la tierra. Desde la chicha y el pulque prehispánicos hasta el sake oriental; desde el ron de las colonias antillanas, hasta el antiguo vino del viejo mundo. En esto nadie puede tirar la primera piedra pues hasta las culturas más secas y aguadas fermentan azúcar o fabrican alambiques clandestinos. Si los escoceses nos donaron su maravilloso whisky (y el cáncer de vejiga), los americanos les pagamos con hojas de tabaco para llenar sus pipas o embelesarse con puros de humo aromático y azul (y el cáncer de laringe, de lengua o de pulmón). Todo esto, lo sabemos, es siempre muy dañino, pero por oscuros motivos (quizá teológicos, por el desamparo divino) no los dejamos de consumir.
Quizá la bebida menos dañina de todas las que he mencionado es la que en Colombia se produce del modo más excelso, pulido y cuidadoso: el café. No hace mucho, en una pequeña parcela cafetera del Quindío, cerca de Calarcá (tierra del humeante poeta Luis Vidales), estuve cosechando granos muy rojos y maduros de café. El dueño de esa finca me hizo un regalo increíble: secó y tostó las pepitas que yo mismo cogí y me mandó una docena de bolsas de café sin moler con el indigno nombre con que fui bautizado. Este artículo acabo de escribirlo tomándome varias tazas de ese, el primer café que he cosechado en mi vida, y que me sabe a gloria. Forma parte de la cosecha más valiosa que ha tenido en su historia el café colombiano: en los doce últimos meses, $5.400 millones de dólares. Con todo y lo caro que está, mi docena de bolsas de media libra de café me salió gratis.