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Un ilustre profesor de Oxford, Eduardo Posada Carbó, celebraba el viernes pasado el centenario de un célebre libro, La raza cósmica, de José Vasconcelos. El libro de Vasconcelos se publicó después del viaje que este hiciera por Suramérica, que lo convenció de la compleja, pero nada desdeñable identidad cultural (y étnica) que tenemos los países que van desde el río Bravo hasta la Patagonia. Vasconcelos fue, para algunos, un genio absoluto; para otros, en cambio, un pensador farragoso y enrevesado, una especie de Vargas Vila de la filosofía. Los últimos veinte años de su vida, a partir de la II Guerra Mundial, cuando dejó de ser demócrata y se convirtió en un reaccionario, no le han convenido para que se recuerde bien su labor previa (de más de treinta años) como educador, pensador, político y ensayista. De Vasconcelos se ha dicho, no sin razón, que no se murió a tiempo, de modo que sus obras iniciales fueran mejor leídas y valoradas.
Al parecer, según Christopher Domínguez Michael, el entusiasmo por el mestizaje se le ocurrió a Vasconcelos al contemplar “la belleza física de la población de Río de Janeiro”. Esa misma belleza la pudo haber visto el mexicano en el occidente de Colombia o en el norte de Argentina y Venezuela. Pero no se trata de hacer aquí un juicio estético de los cruces de poblaciones de distinto origen y fisonomía. Lo que me interesa plantear es si, especialmente con relación a otros tipos de colonización europea (la británica, la holandesa o la francesa) hay o no una diferencia con la conquista y colonización españolas, tan denigradas, precisamente, por las de orígenes más nórdicos.
La historia es un relato y, en cuanto tal, también una ficción. Se basa, sin duda, en hechos documentados y probados, pero estos no son nunca suficientes para dar una versión infalible y definitiva. Todo historiador, sospecho, termina por acomodar los hechos a su propia imaginación, a sus inclinaciones ideológicas y, en últimas, a lo que le conviene o quiere demostrar. El hecho o la ficción del mestizaje ha pasado por numerosos vaivenes históricos. Hubo un largo período latinoamericano en el que las élites que se creían blancas promovieron el mito del hispanismo como realidad étnica y como modelo cristiano para aspirar a un mundo civilizado contra la barbarie de los otros (indígenas y negros). Más recientemente, y con un racismo casi simétrico, este discurso se reemplazó por la narrativa del indigenismo y el africanismo absolutista y aguerridamente decolonial y antioccidental. El mito que Vasconcelos impulsó, el del mestizaje étnico y cultural, no es una síntesis de los dos anteriores (irreconciliables), sino un camino distinto, cosmopolita. Creo que histórica y genéticamente es el que tiene más sustento real y el que conduce a un tipo de sociedad más reconciliada consigo misma y despojada de tantas “emociones tristes”, según la expresión que Mauricio García extrapola felizmente de Spinoza.
Ficción o realidad que sea, me parece que el mito del mestizaje es el más conveniente y el más sano para nuestra sociedad multicultural. También el más apegado a nuestro pasado histórico y a nuestro presente impuro y felizmente mezclado genéticamente. Contra la visión genocida de los supremacistas blancos que se impone en el norte, y contra la visión vengativa y resentida del indigenismo nativista o el purismo afro, la visión de una humanidad impura y mestiza es la menos malsana.
Los latinoamericanos, decía Alberto Aguirre citando a Baudelaire, somos “el puñal y la herida”. Ahora algunos quieren ser solo el puñal; otros quieren ser solo la flecha o el machete. Unos más quieren vivir eternamente en el victimismo de la herida. Por retorcida que haya sido, la propuesta mestiza de Vasconcelos se acerca más a que todos aceptemos la verdad provisional confirmada por cualquier test genético: somos el puñal y la herida. No hay gente más mestiza que quienes vivimos en esta vasta y hermosa región del mundo.
