Sopa de murciélago

Héctor Abad Faciolince
02 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Creo que a todos nos fascina la verdad o la leyenda de las cosas raras que se come la gente en el mundo; especialmente en la China. Este es un gran país en el que hubo una tradición milenaria, no solo de sabiduría, sino también de hambrunas. Quizá por estas carestías repetidas conserva la costumbre de comer cualquier cosa que medio se mueva: grillos, cucarachas, serpientes, lagartijas…

Se sabe que la nueva epidemia de coronavirus que angustia al mundo —y que nos hace leer el periódico cada día como si trajera el anuncio de una novela de terror— se originó en el Mercado de Mariscos de Wuhan. Pero en ese mercado, ya evacuado y desinfectado desde diciembre, no vendían solamente mariscos, sino también otros bichos extraños como alimento: culebras vivas para picadillo, lagartos medicinales (lo que la ministra de Ciencias llama “sabiduría ancestral”) y, sobre todo, murciélagos para sopa...

Descubrir los síntomas de la neumonía en un murciélago, a simple vista, no debe ser muy fácil. Habría que tener, para ello, el fino oído de aquel personaje de Swift que “oía toser a las moscas”. Pero bueno, estas cosas hoy en día ya no se tocan de oído ni se descubren mirando el semblante de las culebras, sino en laboratorio, y se ha confirmado que el “2019-nCoV” (según una investigación publicada en The Lancet) es muy parecido a los virus frecuentes en los murciélagos, lo que hace muy probable que su origen esté ahí. Los virus zoonóticos, es decir, los que migran de una especie animal al Homo sapiens, logran saltar la barrera de las especies gracias a una mutación casual que les permite hospedarse, replicarse y contagiarse entre humanos. Y pueden ser particularmente nocivos para nosotros porque mientras el sistema inmune de los murciélagos ha podido desarrollar defensas contra el virus desde hace siglos, para nuestro sistema inmune es un desconocido, lo que hace más graves los síntomas y mayor la mortalidad.

En un mundo con más de 8.000 millones de habitantes, 10.000 infectados con el coronavirus no parecen nada, parecen casi un chiste. Y si la mortalidad es “solo” del 2 % de los contagiados (y no del 10 % como era el caso del SARS), casi todos ancianos con otras dolencias, la alarma mundial y las medidas que se están tomando en el país asiático pueden parecer exageradas.

La paradoja es que si bien tanto este virus zoonótico como el del SARS de hace un par de decenios pueden originarse en los hábitos alimentarios extremos de los chinos, su control efectivo también hay que agradecérselo a medidas extremas de límites a la libertad de movimiento que tal vez solo pueda permitirse un régimen autoritario. Imaginemos que todos los habitantes de varias ciudades del tamaño de Bogotá y Medellín juntas (hasta completar 50 millones de habitantes) se vean de la noche a la mañana obligados a no salir de ellas por ningún medio de transporte aéreo o terrestre, que la mayoría de ellos no puedan siquiera salir de la casa, so pena de cárcel, y que el resto del mundo tenga también prohibido entrar en esas ciudades. Esas órdenes solo las cumplen en un país muy acostumbrado a obedecer y a que las libertades individuales las pueda decidir un poder superior. En este momento una población equivalente a la de toda Colombia vive en una especie de cuarentena: encerrados, aislados, incomunicados con el resto del mundo.

El esfuerzo de China es inmenso. Han tomado medidas implacables a pesar del inmenso costo económico y social que esto comporta. La OMS declaró la alerta internacional y es probable que con todas estas medidas la epidemia no crezca descontrolada por el mundo. Las decisiones políticas, el conocimiento médico y la información rápida a la gente (más miles de toneladas de mascarillas) parecen estar funcionando. Pero es extraño que 50 millones de personas se vuelvan parias intocables porque unos cuantos quisieron hacer sopa de murciélago y el virus del bicho saltó a los pulmones de dos o tres que venden o comen cosas raras.

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