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Quien haya vivido algún tiempo en la zona templada del planeta (al norte de California, al sur de Buenos Aires, en Japón, en Europa, en China o en el sur de África o de Oceanía) sabe que allí el ritmo de la vida está marcado por la sucesión de las estaciones.
Cada temporada tiene su temperamento y el cuerpo humano —que en cierto sentido es una especie de termómetro y de barómetro interior— siente los cambios del clima y los refleja en el ánimo. Ver el blanco amanecer en el invierno de cristales de agua, o el amarillo atardecer del otoño entre las hojas moribundas, mojarse en un aguacero de verano o sumergirse en la explosión de olores y colores de la primavera, es algo que impregna el cuerpo de sensaciones y la cabeza de sentimientos distintos.
La geografía tropical de Colombia es otra cosa. Los acomplejados y cursis la consideran inferior; los nacionalistas ridículos la consideran superior; simplemente es otra cosa, con sus propios encantos indudables. Miremos nuestro entorno físico. Voy a dejar a un lado el magnífico desierto verde de la selva, que es el 45% de nuestro territorio, pero donde no vive casi nadie. Lo que somos la mayoría de los pobladores de esta esquina de América, está también determinado por nuestra situación peculiar, rarísima en el mundo: trópico lluvioso de montaña.
Después de un año en el que ‘La Niña’ hizo estragos, en este típico enero ha vuelto, al fin, lo que nosotros llamamos verano: el tiempo seco, de pocas lluvias. Y como los meses lluviosos fueron tantos, percibimos más nítidamente el brusco cambio de estación, que nos renueva por dentro. En la tierra templada florecen con furia los guayacanes (amarillos, rosados, blancos), como vengándose de un año en el que siempre el agua tumbó sus intentos de florecer. Tan sólo en Medellín hay cuatro mil. En tierra fría explotan las infinitas tonalidades del morado y el blanco de los sietecueros. Mi amigo Conejo, piloto y sembrador de árboles, me lo anuncia con un mensaje de texto: “En la 26, yendo hacia el aeropuerto, está florecido el sietecueros más bonito de Bogotá”. Es cosa de pocos días, sí, pero no tiene mucho que envidiarles a los cerezos en flor del Japón, que también son hermosos por lo efímeros. Ah, si hubiera una avenida o un parque de guayacanes o de sietecueros…
Siempre me gustó mucho la forma en que nuestros abuelos distinguían los climas colombianos: Tierra Caliente (de cero a mil metros s.n.m.); Tierra Templada (de mil a dos mil); Tierra Fría (de dos mil a tres mil, antes del páramo). Y también me gustaba la forma en que se anunciaban las vacaciones: “nos vamos a temperar”. Temperar, para nosotros, es cambiar de clima —no sólo de temperatura— una temporada; mejorar el temperamento gracias a un cambio de tiempo. Hacer que el cuerpo perciba otras cosas obligándolo a cambios de estación con sólo modificar la altura en los tres climas de los Andes tropicales. Si uno vive en la Costa, conviene temperar en Tierra Fría; si uno vive en los altiplanos, es mejor disfrutar la Tierra Caliente. Para el que viva en Tierra Templada, subir o bajar la cordillera es una fiesta. Creo que en el país se debería imponer un cambalache: “intercambio por dos semanas casa en Tierra Fría por casa en Tierra Caliente…”.
El trópico montañoso es monótono para el que no tenga ojos y para el que no sepa sentir la brisa (tibia, fría, tórrida) en la piel. Pero para quien sepa que los ojos son un radar, la piel una antena, los huesos un barómetro, la maravilla de nuestra tierra verde, quebrada, húmeda y luminosa, será siempre un festín de los sentidos y el mayor aliciente para rechazar la violencia y gozarnos la vida. (La Ceja, Tierra Fría, enero del año 12).
