Se supone que hoy, viernes 12 de septiembre, cuando escribo esto, debo entregar a Alfaguara una nueva novela.
No es que ellos me estén presionando para que la entregue, sino que yo mismo me impuse este día. En realidad la fecha pactada para la entrega de la novela, si me atengo al contrato que firmé con mi querida editora, Pilar Reyes, era a finales de 2010, hace cuatro años. Tengo, pues, cuatro años de retraso, nada menos. No puedo quejarme ni de la editorial ni de nada. Solo puedo quejarme de mí mismo. Cada mes, cada año que pasaba sin entregar la novela, yo pedía plazo y perdón, y la respuesta fue siempre la misma: comprensión y más plazo. Jamás recibí un ultimátum; el ultimátum me lo puse yo.
En realidad, para mediados del año 2011, yo sí terminé una novela, pero tuve que abortarla. Se titulaba Antepasados futuros y, salvo dos personas, nadie la ha leído. La novela tenía varios problemas. Para empezar, se inspiraba en la vida de un escultor conocido que era pariente de mis hijos. Y los parientes de mis hijos no querían que se publicara. Pero eso es lo de menos; había un problema más grave: la novela era mala. Así que fue a dar al baúl de mis borradores y proyectos malogrados: Requiescat in pace, R.I.P.
Después de algunos meses de depresión por la novela abortada, empecé otra, La Oculta. Trabajé en ella durante un año, a ratos entusiasmado y a veces sin convicción. Parecía, frente a ella, un ciclotímico, con semanas de manía eufórica que se alternaban con meses de decaimiento. Mi querida editora, Pilar, al verme tan agobiado, me aconsejó que dejara de pensar en la novela por un tiempo. Y me dio más plazo. Mientras tanto vivía mi propia vida y trabajaba en otras cosas, quizá más importantes que una novela: conocí a mi mujer, volví a España, terminé un libro de poemas, escribí ensayos, di conferencias, vi cómo mis hijos se graduaban. Nadé, caminé, escribí columnas, viajé. Un escritor no solamente escribe: vive, como todo el mundo; sobre todo, vive.
Busqué otro camino y empecé otra novela: Memorias de un amante impotente. Se me perdió un cuaderno donde tenía apuntes para ese libro. Sufrí con esta pérdida, pero no hay mal que por bien no venga, pues no volví a extraviarme en ese nuevo proyecto. No habiendo más, tuve que volver a trabajar en La Oculta. Hice algo que me había aconsejado Vargas Llosa una vez que le confesé que no me gustaba lo que estaba escribiendo. “Eso no importa: uno trabaja, quita lo que no le gusta, y lo corrige todo hasta que le guste”. Me puse a hacerle caso, es decir, a trabajar en la novela para mejorarla. Partí el relato en tres voces: tres hermanos, ya envejecidos, narran los hechos de una finca, La Oculta, en monólogos que se van alternando. Me sentí más cómodo con esas voces y la novela avanzó. Estuve casi cuatro meses solo en Berlín, y la novela dio un salto. Cuando un niño me devolvió el cuaderno perdido con los apuntes para las Memorias, ya ese proyecto estaba descartado y mi obsesión era La Oculta. Cuando uno llega a obsesionarse, las novelas dan punto. Hace un mes repartí un borrador a lectores de prueba, expertos y aficionados, amigos. Recibí consejos, sugerencias. Robándole horas al trabajo y madrugando mucho, seguí esos consejos, hasta donde pude.
Y hoy, entonces, entrego el manuscrito final (y al mismo tiempo provisional) de La Oculta. Los editores, todavía, podrán decir que la novela no les gusta. Pero a mí ya me gusta. Ellos me harán observaciones, seguramente, y llegaremos a un acuerdo, si hay desacuerdos. Tengo un mes para que editores y lectores más avezados me hagan críticas y yo las revise. Viene también la prueba de la lectura de la familia, que es siempre compleja, y muy íntima. Pero ya todo está en marcha. En pocas semanas voy a abandonar esta novela, La Oculta, y dejará de ser mía. Será una niña huérfana, en manos de los lectores que la quieran leer. Y yo ya no voy a poder defenderla. Será ella, si puede, la que se defienda sola.