Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A veces los pueblos caen en una especie de demencia que consiste en un iracundo y desafortunado desencanto de la democracia. Sus logros parecen pocos; sus garantías, inútiles; sus formas e instituciones, lentas y anticuadas. Regresan, entonces, a las más ancestrales pasiones de la especie y se entusiasman por un líder populista al que siguen ciegamente. El hombre fuerte les concederá todas las mieles que el soso y lento liberalismo es incapaz de dar. Llega así el Mussolini que, con uniformes negros, recuperará para Italia las glorias del antiguo imperio romano.
A finales del siglo XIX y en los primeros decenios del siglo XX se vivió un fenómeno parecido al que hoy vivimos. Primero la arrogancia de las élites que pensaron haber llevado la civilización a cimas inmejorables. Dormidas en los laureles creyeron que al fin reinaba el imperio del progreso, la justicia y la tolerancia. Pero no hay ni habrá nunca, para bien o para mal, un pueblo satisfecho. Siempre se ansía algo más grande, algo que solo existe en la imaginación, y que sin embargo seduce: un mundo puro (racialmente), o perfectamente igualitario (sin clases), o dominado por los “mejores” (que son siempre un “nosotros”). El fascismo, el comunismo y el nazismo fueron la respuesta radical a esos sueños que subieron la fiebre del mundo entero hasta incendiarlo.
El tímido y pragmático liberalismo ganó las guerras desatadas por ese incendio. Salió fortalecido y llegó a creer que esta vez sí era para siempre. El final de la historia; el máximo grado de desarrollo de la humanidad. Y qué va. Los rezagados, los ofendidos por las nuevas clases triunfadoras, se rebelan. Los blancos del medio oeste americano no pueden soportar que ellos (la supuesta “raza superior”) se quedaran atrás en la lucha por la existencia. Nuevos inmigrantes amarillos, latinos o negros, ahora son más ricos que ellos. A los recién llegados les ha ido mejor en la competencia por los buenos sueldos. Los blancos sin educación (o los menos dotados), los blancos que solo sirven para oficios manuales mal pagados, vieron con indignación a los inmigrantes oscuros hacer bien trabajos tecnológicos de punta y progresar. Y lo mismo algunos holandeses y franceses de pura cepa, indignados con inmigrantes capaces de hacer mejor y más rápido sus oficios. No puede ser.
Y entonces ellos buscan quien los redima y los vengue. Una resentida mediocre, racista y corrupta, en Francia; un dueño de casinos y un especulador inmobiliario, en Estados Unidos; un exespía del KGB, envenenador de periodistas disidentes, en Rusia; otro que se ampara en la fe religiosa y en las glorias del viejo imperio otomano, en Turquía; un coronel golpista, harto de ser tratado de “zambo” por los sifrinos de la vieja élite corrupta, inspirado por un imaginario Bolívar mulato y socialista, en Venezuela. O un antioqueño nostálgico de la clase terrateniente de “siquiera se murieron los abuelos”, fanático de la mano implacable del orden y el Ejército, invocando la Patria, la Familia y la Propiedad como valores supremos, en Colombia.
El populismo tiránico de izquierda o de derecha (como en los años 20 y 30 del siglo pasado), renace, si bien los viejos discursos ideológicos son más bien la máscara de la codicia y la pantalla de la cleptocracia. Algunos ya van de regreso e imploran que se recomponga la desprestigiada democracia (Venezuela). Otros mienten y confunden asegurando que aquí ya impera el chavismo a ver si pueden mediante el miedo regresar al poder (Colombia). Unos más intentan cambiar la Constitución por plebiscito para volverse tiranos (Turquía, Hungría, etc.). Y la vieja democracia liberal, sorprendida en contragolpe, no es capaz de reaccionar con la tranquila fuerza de la razón. La democracia es frágil. Mucho más cuando el ganador de las guerras del siglo XX, Estados Unidos, es otro populista. Si el ala racista y tiránica de Trump se impone, la condena a otro siglo de oscuridad parece inevitable.
