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Un día más para Jaime

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Héctor Abad Faciolince
06 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.
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Como los romanos vieron que al año le hacía falta un día cada cuatro años, duplicaron un día, el sexto, y lo llamaron bis sextus, bisiesto en vulgar. Y ese día repetido de este año, Jaime, mi amigo Jaime García, de poco menos de 90 años, salió a hacer diligencias a pie, porque Jaime no se iba a quedar quieto como un inútil en la casa, y porque Jaime hacía las vueltas a pie, como toda persona civilizada.

Sí, casi 90 años, 89 para ser exactos, pero ya quisieran muchos de 29 tener la agudeza de su mente, su memoria, su precisión, ya me quisiera yo, a los 57, caminar como él, ya quisiera poder agacharme como él para pasar debajo de un alambrado, flexible y ágil como un gato, ya quisiera verlos a ustedes seguirle el paso loma arriba por su finca de Arma, que es como trepar una pared. En Arma, un nudo de montañas inhóspitas que él convirtió en un jardín, en un pequeño paraíso, porque los hombres buenos y sabios construyen un jardín en el desierto sin que nadie lo note, sin que nadie se dé cuenta. Y él así lo hizo: la peña árida se llamó Mazingira, que en swahili quiere decir naturaleza, y Jaime la volvió un bosque, un jardín, un santuario de palmas y árboles y pájaros. Sembró un bosque tan bello y tupido, que del vientre de la tierra empezó a brotar agua, al cabo de los años, como un lento milagro, porque ningún milagro es instantáneo y los verdaderos milagros los hacen la paciencia y el trabajo. Acariciaba los animales con el gesto sereno de un pastor de rebaños.

Y sí, casi nadie se daba cuenta de lo que hacía Jaime, Jaime García. ¿Habrá un nombre más común y corriente que Jaime García? Y eso quería ser Jaime: un hombre común y corriente, así no lo fuera, en absoluto. Una persona discreta, suave, mansa, equilibrada. Y por eso mismo, casi invisible. Y sin embargo su misma suavidad, su misma discreción y dulzura, lo iban llenando de presencia. Uno veía que Jaime no quería notarse: delgado, bajito, con una voz varonil que no infundía miedo ni imponía respeto. No: él era cordial, abierto, tolerante. Alegre, cariñoso, razonable, un hombre que no hacía nunca el mal y nunca molestaba. No pedía que le hicieran las cosas: las hacía él mismo, sin hacerse notar.

Tal vez por estar haciendo él mismo las cosas, tal vez por querer ser casi invisible, la moto no lo vio, este nefasto 29 de febrero, y Jaime voló por el aire, y cayó sobre su tierna cabeza equilibrada, y dejó de ser la persona maravillosa que era, dejó de ser completamente, y ya nunca voy a poder conversar con él, con lo bueno que era conversar tres aguardientes con Jaime, ustedes no saben. Hay días nefastos; días en que uno quisiera rebobinar la película y volverlos a empezar y a vivir de otra manera. Así fue este día añadido del bisiesto 2016, el pasado 29 de febrero, para mi querido amigo Jaime García, que nunca fue supersticioso. Y sin embargo los bisiestos traen mala suerte, claro que sí, porque bastan 24 horas más para que haya más desgracias. “Y más alegrías también”, diría Jaime, optimista, sabio.

Si yo llegara a la vejez, en el sentido cronológico del término, me gustaría ser viejo como era Jaime García, que nunca llegó a viejo, ni de cuerpo ni de mente, jamás, ni siquiera a los 90 años. En realidad nadie sabe exactamente cuándo empieza la vejez, porque hay algunos que a los 15 ya están viejos, caducos, inertes como piedras, y otros a los que nunca les llega, como a Jaime, que era un caso raro de vitalidad, de jovialidad, de curiosidad, de buen humor y ganas de vivir, a esa edad en que casi todos se han entregado.

Dice Mateo que “por sus frutos los conoceréis”. Y los frutos de Jaime son unos hijos y unas hijas intachables, y una pequeña finca que es un vergel, y Silvia, una esposa sin mancha. De sus hijos, el que yo más conozco, porque es mi hermano Mauricio, puedo decir que es bueno como el pan y sabio como Jaime. No volveré a ver a Jaime, ni a caminar con él, pero su presencia discreta seguirá conmigo, mientras haya memoria en este cráneo.

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