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En estos días, en viajes lejanos por cuestiones de trabajo, he estado en contacto con viejos amigos que viven en España o Portugal y que me cuentan el día del apagón eléctrico total o casi total durante diez, quince o más de 24 horas (dependiendo de la ciudad o de la región) el pasado 28 de abril. Hubo, por supuesto, cosas negativas inmediatas y muy obvias, como quedarse en un tren en la mitad de la nada, sin poder averiguar los motivos de lo que estaba pasando, o ancianos que habían salido y estaban a kilómetros de su casa, que no podían volver ni en bus ni en metro y mucho menos a pie. O gente en la mitad de un trasplante de hígado (por unas cuantas horas o días hay combustible para alimentar plantas eléctricas, al menos en los mejores hospitales), o aviones en el aire que no sabían muy bien si había que devolverse o aterrizar.
También había cosas tristes y mezquinas de comprobar: que en el mercadito del barrio donde se tenía la costumbre de ir todas las semanas, si uno no tenía efectivo, el cajero de siempre (con quien se suponía que había un contacto personal), del que uno se sabía el nombre y había sido siempre amable y eficaz, no estaba dispuesto a fiar. “¿No puede apuntar en un cuaderno que le compro y le debo leche, papas, latas de tomate o de atún, botellas de agua o rollos de papel higiénico?”. Y no, sin efectivo no estaban dispuestos a apuntar ni unos bananos para pagar con la tarjeta o con el teléfono cuando volviera la luz. Uno tiende a pensar que si esto pasa en cuestión de pocas horas, en menos de una semana sin electricidad todo podría desembocar en locura y furia ciudadanas (saqueos y protestas, violencias variopintas de películas distópicas o pesadillas apocalípticas.
Pero además de estos pensamientos y hechos muy negativos, hubo mucha gente que también encontró, de repente, una manera de vivir mucho más lenta, serena y humana. Sobre todo los jóvenes (digamos los menores de treinta) cuentan que habían ido a visitar a pie a los padres o a los abuelos, a comprobar cómo estaban y que habían podido conversar con ellos despacio y sin el fastidio y la interrupción perpetua de la hiperactividad informática en el celular, y lo mismo más tarde en encuentros improvisados en una terraza, una plaza o un bar con amigos con quienes (al fin, al fin) sentían la novedad y la extrañeza de mirarse a los ojos y conversar durante horas, cara a cara, y no con el teléfono siempre abierto, los juegos o videos perpetuos, la compulsión de comprobar las redes, las noticias (por importantes o idiotas que sean), las guerras políticas, los insultos recurrentes, la última locura de Milei, de Petro o de Trump, los chistes bobos sin fin y el síndrome de diversión perpetua, ludopatía o déficit de atención con tendencia a un cuadro depresivo.
Hace años, unos ecologistas sensatos propusieron, por motivos diversos, el día sin carne (generalmente el lunes) para darle un respiro a la naturaleza y a los animales que nos comemos, con culpa o sin culpa, pero nos los comemos, bien sea bípedos con alas, mamíferos o acuáticos. Así mismo, hablando con estos amigos, llegamos a la conclusión de que, para nuestras vidas, para recuperar un ritmo más humano del tiempo y del contacto físico, real y directo con las personas, sería muy conveniente permitirnos, regalarnos o incluso obligarnos a pasar por lo menos un día a la semana sin prender y sin usar el celular.
Involuntariamente hice el experimento el otro día cuando (por motivos personales y técnicos) me quise cambiar de un proveedor a otro de este tipo servicios. Cambiar de la empresa X a la empresa Y que te presta servicios de celular resulta a veces mucho más complicado que un divorcio –sobre todo si uno quiere conservar o recuperar el número de siempre, eso que se llama, creo, “portabilidad”–, porque los proveedores X, Y y Z viven en una perpetua guerra comercial para no perder clientes. En todo caso, y gracias a estos laberínticos enredos burocráticos, pude tener la experiencia no planeada de un par de días sin conexión, y de verdad les digo que lo que se siente es una experiencia monacal y casi mística de paz y de gran liberación. Por eso aspiro, en adelante, a pasar siquiera un día al mes, ojalá a la semana, sin celular.
