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Un inmenso malentendido

Héctor Abad Faciolince

15 de diciembre de 2024 - 12:05 a. m.
“No basta estudiar nuestra historia; hay que enterarse de la historia de los otros”: Héctor Abad Faciolince
Foto: EFE - Ernesto Mastrascusa

Todos cargamos con la memoria de nuestra propia historia e intentamos trasladar las experiencias que hemos tenido a las personas que provienen de orígenes geográficos y políticos con historias muy distintas. Recuerdo muy bien los diálogos de sordos que había, y en parte sigue habiendo, entre los disidentes de países de Europa Oriental (digamos Polonia, los Países Bálticos, Chequia, Hungría, Ucrania, etc.) y los activistas sociales de América Latina (en especial del Cono Sur, Colombia y buena parte de Centro América). Entre nosotros las dictaduras y gobiernos de extrema derecha perseguían, desaparecían o asesinaban a los militantes de izquierda que querían el cambio; entre ellos, élites comunistas igualmente fanáticas e intolerantes, perseguían, encarcelaban y mataban a los disidentes que se oponían a esos gobiernos tiránicos que negaban las libertades más elementales.

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Pongo un ejemplo concreto: para mí, desde finales de los 70 y todos los años 80, el papa Karol Wojtila era la encarnación de la derecha más recalcitrante, tanto en términos de la moral sexual y religiosa como en términos políticos. Cuando Juan Pablo II regañaba en público a un cura y poeta como Ernesto Cardenal, que había sido una figura fundamental en el movimiento que había derrocado al dictador Somoza en Nicaragua, o cuando perseguía por todo el continente a los sacerdotes, obispos y filósofos de la Teología de la Liberación, sus posiciones nos parecían claramente reaccionarias. Y sin embargo, en esos mismos años, y este es el origen del malentendido, cuando el papa polaco apoyaba en su propio país al movimiento obrero disidente de Solidaridad, su posición y su actividad eran claramente liberadoras y de avanzada, pues estaba contribuyendo a derrocar regímenes represivos que perseguían, encarcelaban y asesinaban a aquellos que se oponían a esos gobiernos autoritarios.

A finales de los 80, quienes habían sobrevivido y habían huido de las dictaduras anticomunistas de América Latina (esto me tocó verlo una y otra vez en Italia), o los supervivientes de la Unión Patriótica colombiana, se encontraban con los exiliados de la Unión Soviética o de los países del bloque socialista, y aquello parecía una obra de teatro del absurdo. Los latinoamericanos preguntaban: “¿Ustedes se están escapando de aquello con lo que nosotros soñamos?”. Y los de Europa del Este contestaban: “¿Ustedes creen que es un sueño semejante pesadilla?”. A lo que los nuestros replicaban: “¿Entonces ustedes quieren regímenes capitalistas como los que a nosotros nos matan?”. Y ellos: “¿Y ustedes aspiran a tener gobiernos comunistas como los que mandan a morir en gulags a los que piensan distinto?”. Era un diálogo de sordos de personas con ideales parecidos pero con ideologías muy distintas, a veces antagónicas. Quizá en lo único en que se ponían de acuerdo era en la compasión recíproca por el sufrimiento.

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Cierta izquierda continental nuestra sigue siendo víctima de esta ceguera. Como el régimen cubano se declara de izquierda y comunista, entonces de verdad una persona como la muy meritoria vicepresidenta de Colombia piensa que el sistema de salud cubano (por arte de magia ideológica, no por arte médica) es una maravilla. Y el mismo presidente Petro (igual que Chávez) cuando se enferma le gusta acudir a que lo traten en Cuba. García Márquez, un tipo mucho mejor enterado, más inteligente y práctico, cuando le dio cáncer fue a que lo trataran en Los Ángeles y no en La Habana.

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Un escritor perseguido y censurado en Cuba como Cabrera Infante podía conversar con más claridad, en Europa, con los disidentes de Rumania o de Lituania. Si ciertos poetas y novelistas locales leyeran bien a la inmensa poeta Anna Ajmátova, o al luminoso novelista Vasili Grossman –nacidos ambos en Ucrania–, tal vez comprenderían que también ellos defienden un infierno incluso peor que nuestro propio infierno. No basta estudiar nuestra historia; hay que enterarse de la historia de los otros.

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