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Un mundo de zombis

Héctor Abad Faciolince

15 de abril de 2023 - 09:05 p. m.

Una mañana de hace pocos días, un amigo muy querido empezó a delirar mientras intentaba tomar aire por la ventana de la oficina (que no abría, como ocurre siempre últimamente con las ventanas). Pedía cosas extrañas, como siete tazas de café expreso muy cargado, una patineta eléctrica para ir no sé dónde, tres taxis a la vez. Lo último que recuerda antes de que la niebla total bajara sobre su mente es que su cuerpo se sentía incapaz de acometer todas las tareas que tenía por delante. No tenía energía para contestar los cuarenta mails de cada día, los 150 mensajes de WhatsApp, las incontables interacciones en Twitter, Telegram, Instagram, Facebook, sin contar las llamadas al celular, su artículo para el periódico, la nota de voz para el programa radial, más unas cuantas cosas de la vida real como comer, dormir, bañarse, saludar un amigo por la calle, besar a su mujer una vez a la semana o, por lo menos, por pascua de resurrección.

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Mi sensación es que nos estamos convirtiendo en un mundo de zombis (cuanto más jóvenes más zombis) gobernados por y sumergidos en el mundo virtual, ajeno a este de caliente sangre en que ya son muy pocos los que viven. No caminamos guiados por el sentido de la orientación, sino por Google Maps; manejamos el carro sin un mapa interior, siguiendo las instrucciones de Waze; los restaurantes, bares y cafés no nos los aconseja una amiga que los ha probado, sino una app que se limita a sugerirnos el local que más paga por estar ahí.

Veo pasar al menos tres generaciones (los de 15, los de 30, los de 50) con la nuca torcida, las cervicales arruinadas y la joroba permanente, todos doblados hacia adelante mirando a toda hora y casi sin tregua el celular, y enfrascados, por lo que alcanzo a ver, no en lecturas ni en conocimiento sino en jueguitos luminosos multicolores, en verificar interacciones ególatras o en enterarse de tonterías sin número por el rollo infinito de las redes sociales. Si están tecleando, lo que ocurre también, es para hacer de afán cosas que parecen urgentísimas e impostergables, por idiotas que sean. Como dice Adam Grant, estamos “agobiados por hacer las cosas ya mismo, en vez de hacerlas bien”.

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Sueño con asistir a algún almuerzo en el que a todo el mundo se le exija ir sin celular o con el aparato apagado y confiscado a la entrada. Quisiera gente que se demorara un mes en contestar un mail, o tan siquiera ocho días, pero con una carta bien escrita y bien pensada. Estoy muerto de sed de lentitud y de conversaciones reales y en directo, cara a cara, gesto a gesto, voz a voz.

Cuando este amigo mío siguió delirando una hora sin parar, con incoherencias notorias (madres que resucitan, sueños de vidas pasadas, una furiosa hiperactividad, pupilas dilatadas, sudor y músculos sin control) lo llevaron al fin al hospital. Diagnóstico en inglés: burn out, es decir, agotamiento por estrés laboral, un cerebro quemado por exceso de actividad.

Mientras examinaban a este pobre workohólico (que podría ser yo) el hombre se obstinaba en mirar la pantalla del celular para averiguar ahí, en lo virtual, qué le pasaba en la realidad. El médico, español, al fin le ordenó: “¡Apague ese puto móvil, por favor!”.

Mis amigos menos insensatos han prescindido de las redes sociales y de los chats; miran una vez cada dos días el correo electrónico; leen siempre en papel; escogen rutas y sitios para ir con su propio olfato o su propia intuición. Los más sabios han renunciado por completo al celular. Los sensatos y los sabios, últimamente, son los únicos, alrededor, con quienes converso y no me parece estar hablando con unos completos zombis de un mundo lejano, paralelo e irreal.

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