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Un uñero en el meñique

Héctor Abad Faciolince

04 de enero de 2014 - 05:00 p. m.

Los seres humanos estamos diseñados de tal manera que nos importa más un uñero doloroso en el meñique que la muerte de mil personas en un terremoto en Turquía.

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Tendemos a darle mucha importancia a lo personal, lo familiar y lo local. Para que nos importe lo anónimo y lejano tenemos que hacer un gran esfuerzo de imaginación: si yo viviera allá y hubiera perdido mi casa, mi familia, mis amigos, y estuviera con frío y sin comida… Solo así empezamos a comprender el peso de las tragedias ajenas, aunque lo imaginado sea de todos modos menos impresionante que lo vivido. Si esto es así desde un punto de vista personal y planetario, al ampliar más la perspectiva —a nivel cósmico— casi todos los asuntos humanos, incluso un terremoto, parecen tan intrascendentes como un uñero en el meñique.

La Tierra tiene un gran escudo que nos protege de los asteroides: Júpiter. Casi toda la basura estelar que amenaza nuestro planeta va a parar allá. Hace 20 años, en julio de 1994, un cometa (Shoemaker-Levy 9) se estrelló contra Júpiter y su impacto produjo una explosión del tamaño de 50 millones de bombas de Hiroshima. Si a la Tierra no vienen a dar con más frecuencia grandes asteroides, se lo debemos al inmenso Júpiter. Pero el escudo ha fallado en otras ocasiones y el choque de un cometa podría causar aquí un invierno de años que acabaría con casi todos los vestigios de vida. Varias veces en la historia de la Tierra ha habido una especie de “reset” de la vida. Casi todo lo complejo desaparece (árboles, plantas, animales superiores, aves, reptiles) y la evolución recomienza desde lo más simple. Si supiéramos que este año va a haber un choque con un asteroide, no nos importarían tanto los comunicados de las Farc ni los trinos de Uribe. Serían lo que son: un uñero en el meñique. Pero así como no sabemos cuándo ni dónde moriremos, tampoco sabemos cómo terminará el planeta.

Y como estamos diseñados para que nos importe un orzuelo entonces debemos decir que el 2014 es el año en que se juega el futuro de Colombia; que no ha habido en la historia momento más crucial y trascendente. Así como hay hermanos que no vuelven a hablarse porque no están de acuerdo en cómo se repartió un solar que recibieron de herencia, así mismo aquí tendremos un año 14 en el que los “amigos de la paz” vivirán cogidos de las greñas con los “amigos de la guerra”. Somos así; no nos desvela que el hidrógeno del que se nutre el Sol esté disminuyendo cada año; al fin y al cabo ese combustible ya ha durado 4.500 millones de años y puede durar otros 7.500 millones. No parece probable que nos toque asistir a la muerte térmica de nuestra estrella.

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Para una madre que acaba de perder a su hijo no es ningún consuelo decirle que todos los hijos de este mundo se van a morir, y que el mismo planeta que habitamos perecerá en una bola de fuego (o de hielo). Así mismo, no conozco a ningún hombre de Estado al que le haya hecho algún efecto la lectura de uno de los más grandes poemas de la lengua inglesa (Ozymandias de P.B. Shelley), en el que se describe el gesto despectivo, el ceño indómito y la actitud de mando de un “rey de reyes”, del cual lo único que queda es una estatua descuartizada y enterrada a medias en las arenas del desierto.

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Sé muy bien que nos pasaremos este año concentrados en el uñero en el meñique que es nuestra política, y que un Ozymandias de izquierda, de derecha o de centro llegará al poder, y que todos diremos que nos estamos jugando el destino de la nación con la retórica más enfática y doliente que nos podamos inventar. Pero de todos modos me parece bien recordar que toda esta agitación y esta perpetua disputa no son nada si las comparamos con los asteroides que merodean la Tierra y que podrían estrellarse acá si le sacan el cuerpo a nuestro padre Júpiter.

 

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