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Hace dos viernes —poco antes de que empezara la cuarentena global— estuve en Madrid en una casa donde había varios cuadros cubistas extraordinarios, que emanaban una especie de luz propia, y un manuscrito devotamente conservado en una caja de plata. Traté de ser discreto, pero la curiosidad me pudo. El dueño de casa me abrió esa caja y me permitió hojear el manuscrito. Era de un escritor que ahora se lee poco —por desgracia—, pero que siempre me encantó por su ingenio y su sentido del humor: Enrique Jardiel Poncela. De él es, por ejemplo, esta definición de termómetro: “Artilugio que se suele tener en las casas para que no viva nadie nunca tranquilo”. Está en su Libro del convaleciente, que les recomiendo si se están recuperando de algún virus.
Del manuscrito me impresionó mucho que, en la caligrafía impecable y nítida del autor, se usaran dos tintas: una oscura, negra, y otra roja. Era así en el frontispicio del manuscrito y en algunos adornos al principio de los capítulos, si no recuerdo mal. Para los curiosos como yo les digo que el manuscrito de Jardiel Poncela era el de la novela Amor se escribe sin hache.
En esa casa de los cuadros cubistas se graba un podcast, Hotel Jorge Juan, y yo estaba en ella para hablar de libros. Entre ellos, de un libro mío reciente en el que decidí poner algunas fechas y frases en rojo, en contraste con la tinta negra de casi todo el resto del texto. Por estar hablando de libros, y por ponerme a mirar libros en las estanterías, acabé enterándome de que el autor de esos podcasts, Javier Aznar, descendía por la rama paterna del escritor español José María de Pereda. Yo, que casi carezco de memoria, tuve un fogonazo, Peñas arriba, un libro que habré leído hace mil años. Lo recordaba vagamente: quizá solo la sensación que me había dejado, y que era buena.
Lo último que alcancé a hacer en España fue ese podcast. Estalló el pandemonio, el sálvese quien pueda. Pude volver a Medellín por un pelo y empezó mi aislamiento forzado de dos semanas. Como en estos días mi única compañía son los libros, a veces me dedico a recorrer con los ojos las estanterías, y a sacar volúmenes más o menos al azar, como quien se encuentra con viejos amigos. Fue así como me topé con mi viejo ejemplar de Peñas arriba y en honor al amable bisnieto me puse a releer a Pereda. Según algunos autores, este fue una de las influencias de don Tomás Carrasquilla, nuestro gran costumbrista de las montañas antioqueñas. Pereda sitúa sus narraciones, generalmente, en las montañas de su Cantabria natal.
Pérez Galdós, que fue amigo y admirador de Pereda aunque ambos estuvieran en las antípodas ideológicas, lo definió como “un buen príncipe montañés”. Contaba de él que nunca iba a Madrid y que “para conocerle es preciso ir a Santander o a su casa de Polanco donde vive entre dichas domésticas y comodidades materiales”. Y a punto seguido advierte Galdós: “Es un escritor que desmiente las añejas teorías sobre la discordia entre la riqueza y el ingenio”.
Esa novela de montaña, Peñas arriba, tiene uno de los prólogos más bellos y conmovedores que conozco. Está dedicado “A la santa memoria de mi hijo Juan Manuel” y empieza así: “Hacia el último tercio del borrador de este libro hay una cruz y una fecha entre dos palabras de una cuartilla. (…) No tendrían aquellos rojos signos gran importancia, y, sin embargo, Dios y yo sabemos que en el mezquino espacio que llenan cabe el abismo que separa mi presente de mi pasado. Dios sabe también (…) por qué y de qué modo se ha terminado este libro que, quizás, no debió pasar de aquella triste fecha ni de aquella roja cruz”.
Busqué por todo el libro ese signo rojo, pero no lo encontré. Claro, Pereda no hablaba del impreso, sino del manuscrito. Pude conseguir con Javier Aznar una foto de esa página del manuscrito. Con letra roja y temblorosa hay una cruz y esta fecha: “Set. 2/1893, sábado”. Ese día el joven hijo de Pereda, Juan Manuel, de 22 años, se había quitado la vida.
