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Hace tres días dejó de llover; todos reconocemos, al fin, ese aire y ese cielo de diciembre.
“Ese sol de la infancia, esos días azules”, como decía el inigualable Antonio Machado. No diré la cursilería de que al fin respiro el aire de la Navidad, porque para ser franco yo ese aire no lo siento. Siento, sí, desde hace tres días, el verano, porque en nuestro trópico, a diferencia de la gente del hemisferio norte (donde se congelan), o del hemisferio sur (donde se calcinan), estos días no significan frío ni excesivo calor, sino la más dulce tregua de la lluvia y las mejores brisas frescas de las zonas templadas, los saludables vientos alisios.
Pero no siento el espíritu de la Navidad. Así como nunca me disfrazo yo, tampoco disfrazo mi casa; no cuelgo adornos rojos y verdes de las puertas, no pongo arbolito, no tengo pesebre, no rezo la novena, no canto villancicos, no prendo las velitas, no compro aguinaldos… Si mucho, se me ocurre poner una cantata navideña de Bach, cuando cae la tarde. Bach es siempre una especie de incomprensible perfección.
A algunos les toca ser los traidores de la tradición; siento que a mí me tocó. Si pienso en la gente que más he querido y quiero, me doy cuenta de que profesan o profesaron una de estas dos fes: la fe cristiana o la fe comunista. Y me siento al mismo tiempo traidor y libre al sentir que no creo ni en el credo cristiano ni en el credo marxista. Mi credo es no creer, o mejor dicho, dudar de todo, incluso de mi propio escepticismo. Creo en lo que me demuestran sin sombra de dudas. Creo, por ejemplo, que “el área del cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de las áreas del cuadrado de los catetos”. Era verdad en tiempos de Pitágoras, y seguirá siendo verdad incluso después de que el Sol se apague. Pero dudo mucho de que el niño Dios haya nacido en Belén o que el origen del mundo sea tan perfecto como ese sospechoso juego pirotécnico, instantáneo del Big-Bang.
Vivo mi Navidad seca, sin lluvias y sin lágrimas. Los ladrones roban más, pero hay más gente contenta porque de alguna forma hacen natilla y buñuelos, y a veces hasta alcanza para la marranada y la fritanga. No pretendo portarme como Scrooge; no me encierro en la casa como un oso misántropo en hibernación, pero tampoco me presto a la alegría obligatoria de las parrandas decembrinas. Les saco el cuerpo a las fiestas de las empresas o de los compañeros de la universidad.
Opto por lo más hondo, rutinario y complejo (croce e delizia): la familia. La familia se junta y yo me junto a la familia en estos días. Somos como 40 en una misma casa lejos de la ciudad. Gente desde los tres hasta los 93 años: un espectáculo. No hay que ver telenovelas cuando se tiene una familia numerosa. Cada diciembre hay una nueva esposa o un exmarido de quién despotricar. La bisabuela de los menores, la madre de los mayores, una señora de nombre Cecilia de la Natividad de Jesús, comparte horóscopo con el Niño Dios. Entonces la erigimos en nuestra pequeña diosa doméstica y falible. No es Virgen ni santa, pero casi, y la queremos. Ella, como la buena mujer del Evangelio, nos llena de regalos de los que se tocan y de los que no. Nunca entendí que alguien —para sentirse puro— tuviera que pensar que su madre era virgen. No puede ser; no debe ser. Por una semana que estamos juntos, hacemos el esfuerzo heroico de no pelear ni una vez.
Hace unos años traduje (milagro navideño, pues no sé portugués) un poema de Fernando Pessoa a la Navidad. Dice así: “Nace un Dios. Otros mueren. La verdad / ni vino ni se fue: cambió el Error. / Ahora tenemos otra Eternidad, / y era siempre mejor la que pasó. / Ciega, la Ciencia, la inútil tierra labra. / Loca, la Fe, vive el sueño de su culto. / Un nuevo Dios es sólo una palabra. / No persigas ni creas: todo está oculto”.
No persigo ni creo. Pero sí hay algo oculto en estos días. De alguna oscura forma los humanos necesitamos ritos (no importa que sean verdades o mentiras) para renovar el amor.
