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De las obras de ingeniería construidas por el hombre, los embalses de agua (para acueductos o hidroeléctricas) son de las más hermosas. Hacer un gran lago artificial es una hazaña de ingenio y trabajo. Hay, en las presas gigantescas, algo de catedral y algo de pirámide, con el mérito adicional de no estar destinadas al culto de un faraón embalsamado ni a la adoración de una dudosa fantasía humana.
Siendo Colombia potencia en energía hidráulica, he tenido la ocasión de estar en las entrañas de varias hidroeléctricas, socavones blindados de concreto donde la fuerza del agua y el girar de las turbinas no emiten propiamente un canto gregoriano ni una cantata de Bach, sino un estruendo miedoso. Así se genera esa misteriosa propiedad de la materia que llamamos electricidad. Los vatios que mueven buses y locomotoras, los que dan iluminación por la noche y un parpadeo de luz tenue en la pantalla donde escribo esto. La electricidad que te mata con la descarga de un rayo es la misma que te reanima con un desfibrilador, la misma que en el silencio de la casa me permite oír las cantatas de Bach que no se oyen en el corazón ruidoso de la montaña.
En agosto del año pasado, mucho antes de esta crisis, tuve la suerte de conocer la construcción, ya muy avanzada, de la presa de Hidroituango. Estuve allá dos días y conviví con ingenieros, contratistas, interventores y obreros. No puedo definir bien lo que allá viví en términos éticos o estéticos; puedo decir que me impresionó mucho. Las obras humanas gigantescas, ante todo, asombran, sobrecogen. Para elevar una barrera inmensa en un lugar apartado como el cañón del Cauca en Ituango (la base de la presa mide casi un kilómetro) se requiere construir allí mismo, en las faldas de la montaña, una ciudad mediana para miles de habitantes, la cual tiene algo de hotel, de falansterio, de cuartel, de establo humano. La sensación es muy extraña.
Para que una obra de estas dimensiones se pueda llevar a cabo es necesario organizar a la perfección los detalles logísticos de varios ejércitos de obreros que trabajan de día y de noche. Hay que alimentarlos, transportarlos, distraerlos, albergarlos, lavarles la ropa, calmarlos, animarlos, reconciliarlos. Hay que pagarles, indemnizarlos, curarlos. Hay canchas deportivas, piscina, restaurantes, dormitorios, salones sociales, clubes de lectura, salas de TV. Los obreros no viven con la familia, las mujeres son una minoría y están, en general, en cargos administrativos o directivos. Hay psicólogas, abogadas, comunicadoras, ingenieras. No vi obreras en la construcción. Se puede fumar, pero no beber alcohol. En las cercanías del proyecto hay cantinas y burdeles.
Todavía no es el momento de juzgar qué errores, qué riesgos superiores a los sensatos se cometieron en los últimos meses del proyecto. Ver si hubo fallas humanas o naturales. Ese momento llegará, pero no es justo ir condenando a la gente mientras emiten la sentencia. Aquí nos encanta ir fusilando mientras llega la orden. Habrá que juzgar qué se hizo mal, por supuesto, y con todo el rigor, cuando la crisis pase o cuando de la crisis pasemos a la calamidad o a la catástrofe.
Crisis sería que al volver a entrar en la casa de máquinas se vea que esta no tiene daños estructurales y que con arreglos se va a poder usar. Calamidad sería que la sala quedara inservible y que la presa fuera un elefante blanco atravesado al viejo cauce del Cauca. Catástrofe sería que a las pérdidas económicas se añadieran víctimas mortales, desplazados permanentes, obreros, ingenieros y ciudades sepultados por una avalancha.
Las Empresas Públicas de Medellín (y subrayo la palabra públicas) han sido uno de nuestros pocos orgullos legítimos. Por ella millones encendemos la luz y tomamos agua potable. No vamos a perder la confianza por un solo fracaso. En todo caso es posible que, así como pasó el tiempo de las pirámides y de las catedrales, haya pasado también el tiempo de las mega presas hidroeléctricas.
