Ahora que en Europa se respiran vientos de guerra con la posible invasión rusa de Ucrania, conviene mirarnos a nosotros, latinoamericanos, no en una perspectiva nacional, como acostumbramos hacerlo, sino bajo una óptica global de grandes bloques políticos y económicos. Lo que ha conseguido la Unión Europea después de siglos de guerras sanguinarias, tiene que ser posible para América Latina, la zona del mundo con mayor unidad lingüística y cultural.
Por torpe egoísmo chauvinista, por las barreras geográficas de selvas y cordilleras, por los celos de unas élites voraces con su ínfimo feudo de mercado local, por ridículas suspicacias, los peruanos, guatemaltecos, argentinos, colombianos, no hemos sido capaces de crear una unión económica y política mucho más amplia y necesaria para llegar a ser algo sólido, con voz y voto en el escenario global. El referente de esta unión debe ser lo conseguido por la Unión Europea, dando sus mismos pasos. Primero, un mercado común; segundo, una moneda única con un banco central independiente de los poderes políticos locales; tercero, unas fronteras abiertas al trabajo de todos los ciudadanos; y como meta y aspiración, instituciones políticas y judiciales comunes.
La república de las letras, los escritores y científicos de América Latina, nos damos cuenta de lo que somos cuando salimos. Empezamos como antioqueños, bogotanos o costeños hasta que nos encontramos en Bucaramanga –por ejemplo– y de repente nos hacemos colombianos. Así mismo, nos volvemos latinoamericanos cuando mexicanos, uruguayos, colombianos, nos encontramos en Europa o en Estados Unidos. El lugar común es cierto: hay que salir. También los políticos tendrían que salir más. Patriarcas otoñales como López Obrador, Uribe Vélez, Jair Bolsonaro o Raúl Castro, difícilmente se mueven del territorio que dominan: saben que fuera de las fronteras dejan de ser reyezuelos y se convierten en lo que todos somos: uno más. Fueron unos pocos escritores de poemas y novelas quienes nos hicieron comprender la unidad profunda de América Latina: Rubén Darío, Mistral, Rulfo, Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa, Villarino, Cortázar, Lispector, Roa Bastos, sin dejar de ser paraguayos, cubanos o nicaragüenses, comprendieron y nos hicieron ver que todos somos latinoamericanos. Nos han faltado, en el mundo político y económico, personas sobresalientes que perciban y aspiren a nuestra unidad de fondo.
¿Por qué las fronteras lejanas de Colombia son lugares atrasados, descuidados y están a la merced de los poderosos caciques locales, narcos o guerrilleros o paramilitares? Porque nunca hemos temido una invasión extranjera. Ni Ecuador ni Perú ni Brasil nos amenazan. En América Latina disfrutamos de una gran estabilidad internacional y, en cambio, padecemos de numerosas guerritas civiles internas y de inseguridad barrial. Hasta los subversivos y los delincuentes son ridículamente nacionalistas.
A los abusos y desmanes de presidentes nacionales, a los delirios de los demagogos o a las masacres de los fanáticos, a los golpes de Estado de los militares, debería poderse oponer una entidad que esté por encima de los países: una Unión Latina con normas democráticas sólidas que impidan a los pequeños mesías de cada sitio erigirse en dictadores, como ha ocurrido en casi todos nuestros países en algún período de la historia reciente y aun hoy.
Cada vez que estoy enardecido o harto de las mezquindades y de la cerrazón mental de la política nacional, miro a otro lado más allá de las fronteras. Con una perspectiva amplia, nada me afecta tanto. Desde lejos uno se da cuenta de que Maduro y Bolsonaro y Ortega y Bukele son trágicos, nefastos cada uno a su manera para su propio país, pero unos y otros caerán, pasarán al museo de la historia universal de la infamia. Si hubiera una Unión Latina, cada uno de ellos pesaría menos y habría herramientas para controlarlos. Para soportar y superar nuestras pequeñeces, tenemos que ser más grandes.