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Ventajas de la vanidad

Héctor Abad Faciolince

19 de octubre de 2025 - 12:07 a. m.

Las cancillerías del mundo entero han descubierto por dónde cojea Trump o, mejor dicho, cuál es su talón de Aquiles: su vanidad sin límites. No es un gran descubrimiento, en realidad; es tan evidente como que el agua moja y la candela quema. Todos los políticos suelen ser bastante petulantes; lo novedoso en Trump es que jamás oculta su soberbia: la subraya, la exhibe. Es curioso que su flaqueza, a ratos, pueda ser también su fortaleza. Aunque no sea cierto lo que él piensa de sí mismo, que es el rey del Mundo, que puede conseguir lo que le dé la gana, sin duda su capacidad de hacer el bien o el mal es enorme, por el hecho innegable y brutal de ser el presidente del país más rico y poderoso del mundo.

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Trump, además, es una persona caprichosa, contradictoria, superficial, orgullosamente ignorante y convencida de tener la razón y de que, gracias a su astucia y dotes de negociador, se va a salir siempre con la suya. Esto le permite mentir sin pudor y sostener un día A y a la semana siguiente no-A sin admitir jamás que ha cambiado de opinión o que se contradice. Él jamás se equivoca y si antes dijo otra cosa esto se debía tan solo a sus tácticas y a sus capacidades de cálculo infinitas.

Es por esto que, como ya lo tienen estudiado y probado, los líderes del mundo, en cuanto lo ven, se obstinan en ocultar cualquier verdad o a manifestar cualquier desacuerdo, y se dedican a obsequiarle regalos de oro, lisonjas sin límites, halagos obsecuentes, y señales ridículas de humildad sin medida. Ya saben que no hay otra forma de que el gran narciso los complazca y escuche. Pero como al nuevo monarca del universo los lambones le piden, tras infinitas genuflexiones, favores incompatibles, al final quien ahora es el adalid de la guerra y la paz, no sabe cómo conciliar lo que es absolutamente contradictorio. ¿Cuánto van a durar las paces que él consigue? Ya veremos.

Quizá quien le besa los pies con más habilidad, y por lo mismo es motivo de estudio, es el vicepresidente Vance, que por el mismo motivo de ser su sucesor (el sucesor de un anciano y de un rey que no es, como el Papa y los reyes de verdad, vitalicio), sabe muy bien que se debe cuidar más que nadie en la rapidez, eficacia y calidad de las zalemas. El gran zalamero Vance es un involuntario profesor de zalamería para el resto de los cortesanos del mundo. Al rey se le da siempre la razón, se lo defiende con amenazas e insultos y jamás se le contradice.

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Y hay que reconocer que, al menos en el cese al fuego entre Israel y Hamás, el gran Monarca supo obtener el sí de quienes ya sabían que era muy grave contradecirlo. Los palestinos porque no podían soportar más destrucción y muerte, y Netanyahu por saber que Israel, un país que por su culpa ha perdido su prestigio en el mundo entero, no podía permitirse perder a su mayor aliado pues, sin EE. UU., quedaría en una soledad casi absoluta.

Trump ha recibido las condecoraciones, medallas y premios de todos los gobiernos y países a los que acude, pero hay uno que no ha conseguido todavía: el Nobel de la Paz. Y lo quiere, lo codicia, especialmente porque los demócratas Carter y Obama (¡un negro!) lo tuvieron. Y antes Kissinger, y Theodore Roosevelt. Lo quiere, y si no se lo dan sería capaz de invadir Noruega para que al fin, con el voto único de él mismo, se lo auto otorgue como lo más evidente y merecido. Mientras tanto, erigirá en su honor un Arco del Triunfo en el Lincoln Memorial de Washington y mandará acuñar monedas de oro, plata y bronce con su efigie en la cara y en el sello.

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La vanidad es un defecto desagradable y molesto, pero tal vez da más frutos que la falsa modestia. Si Trump fuera capaz, para ganarse el Nobel de la Paz, de conseguir que Putin ceda y acepte al fin un alto al fuego razonable y duradero en su invasión imperial a Ucrania, uno aceptaría taparse la nariz, y que se pague ese precio. Si la vanidad de Trump ayudara a conseguir la paz y la independencia de Ucrania, que lo premien.

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