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Víctimas, tierras, demandas

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Héctor Abad Faciolince
12 de junio de 2011 - 01:00 a. m.
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HA SIDO UN GRAN ACIERTO DE EL Espectador que, en el mismo día en que se sancionaba la Ley de Víctimas, le haya dado todo el despliegue mediático al asesinato de Ana Fabricia Córdoba, líder de desplazados y perteneciente a una familia martirizada por la violencia.

Se discutió mucho, hacia el pasado, sobre cuál debía ser la fecha en que comenzaba a regir la ley; hay maximalistas de la izquierda que quisieran llevarla hasta la Guerra de los Mil Días, de manera que a los bisnietos de los coroneles que no tenían quien les escribiera, les llegara al fin una pensión del Estado.

Pero lo importante no es tanto llegar muy atrás en el tiempo, ni recibir ayudas económicas, sino que esta ley sea una señal de que el Gobierno está realmente interesado en proteger a los ciudadanos víctimas del conflicto armado (guerrillas, paramilitares, agentes del Estado); no solamente hacia atrás, sino sobre todo hoy, y hacia adelante. Hace unas décadas, cuando mataban a muchas otras Anas Fabricias Córdobas, sus crímenes ni siquiera aparecían en el periódico. Esto era otra señal para los asesinos, que debían decirse: adelante, podemos seguir matando.

Para mí ha sido muy emocionante que el senador Juan Fernando Cristo, ponente inicial de la Ley de Víctimas, haya mencionado desde hace varios años (desde la propuesta inicial de la ley, el 24 de julio de 2007) que uno de los factores que lo convencieron a llevar adelante esta noble causa fuera la lectura de El olvido que seremos. En general la literatura no sirve para nada, ni es necesario que sirva para otra cosa que para el deleite de algunos lectores. Pero si además del deleite hay alguna buena causa que pueda derivarse de ella, lo que un escritor siente, además de cierto estupor, es agradecimiento.

Hace unos meses, al publicar la entrevista que le hice a Íngrid Betancourt con motivo de la salida de su libro, no les conté a los lectores que ella y yo tuvimos una pequeña discusión. Yo le dije que nosotros, como familia de una persona víctima de la violencia política, nunca habíamos querido demandar al Estado (a pesar de que muchos abogados se habían ofrecido para llevar adelante un pleito que según ellos era fácil de ganar) por el hecho de que no nos parecía decente —al menos para una familia que no carecía de nada indispensable— pedir una reparación económica a un país que no era rico y que tenía necesidades mucho más urgentes. Íngrid me dijo que nos equivocábamos. Yo defendí nuestra posición. Pero quizá ella tuviera razón.

Esto no quiere decir que por el hecho de que la Ley de Víctimas empiece en 1987 (lo cual hace que el crimen político de mi padre quede incluido), mi familia vaya a intentar recibir un beneficio económico que en nuestro caso no sería ninguna reparación verdadera. Lo que nosotros hemos pedido siempre, incluso más que justicia, es simplemente verdad. Por eso, si llegáramos a demandar —en un gesto de solidaridad con las otras víctimas, y para acompañarlas— lo haríamos por una cifra simbólica: un peso. Íngrid también tenía razón en demandar al Estado; en lo que no tenía razón era en el monto. La Ley de Víctimas no puede convertirse en una especie de Demanda Ingreso Seguro para quienes no necesitan de un modo apremiante ninguna indemnización. Otro es el caso de los desplazados, que han sido despojados de todo, de su tierra, de sus bienes y de sus familiares. A ellos sí se los debe reparar integralmente, con dinero y con la devolución de sus propiedades.

Una vez más el Polo Democrático, al apartarse de esta Ley que es un paso positivo que da nuestro país, se aísla de asociarse a cualquier posibilidad de progreso, enfermo como está de un inútil maximalismo. La ley no es perfecta, como no era perfecta la marcha contra las Farc y el secuestro. Pero tanto aquella marcha como esta ley son grandes pasos hacia adelante en el camino de la justicia. Por eso debemos celebrar su sanción y aplaudir, por una vez, a quienes nos gobiernan.

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