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¿Viva Colombia?

Héctor Abad Faciolince

04 de marzo de 2023 - 09:05 p. m.

Una política seria como Angela Merkel prohibía que se usara la bandera alemana en las manifestaciones públicas de su partido político, la CDU, porque, decía ella acertadamente, la bandera representa a toda la nación y ningún partido político –por esencia una parte de la opinión– puede apoderarse de un símbolo que es de todos. Una vez llegó a arrebatarle la bandera a un partidario suyo que estaba a su lado agitándola, porque esa apropiación era indebida. Aquí se ha permitido que una aerolínea low cost, es decir, una aerolínea barata (y se sabe que lo barato sale caro) se apodere del nombre de Colombia. A eso nos expusimos, a que algo que se llama “VivaColombia”, después rebautizada como Viva Air Colombia, se haya convertido en expresión de lo más odiado y execrable que pueda haber, en un símbolo del maltrato, el robo y el abuso a los pasajeros.

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Solamente una vez cometí el disparate de hacer un vuelo en la tal VivaColombia (Medellín-Lima, ida y regreso) y desde entonces me prometí no volar nunca más en semejante cosa. Me convenció el canto de sirena del low cost, pero cometí el error de no leer la letra menuda. Compré dos pasajes, uno para mi esposa, con maleta incluida en bodega, y otro para mí, más barato, sin maleta (porque todo nos cabía en una sola), magnífico. Cuando íbamos a abordar, como yo llevaba también un maletín de mano, me dijeron que no, que había que pagar para poder subir el maletín al avión. Ya era la hora y me tocó hacer un tarjetazo de afán de 600 mil pesos. Al subir al avión, que iba medio vacío, notamos que mi esposa iba en la fila 13, o algo así, y que a mí me habían mandado a la cola. “Los puestos se asignan aleatoriamente”, dijeron.

Cuando cerraron la puerta, mi mujer me chateó: “todos los puestos a mi lado están vacíos, ven”. Y yo salí muy contento para adelante a sentarme a su lado. De repente oí unos alaridos. Las azafatas gritaban como si yo hubiera sacado una granada del bolsillo. “¡Quieto, quédese ahí, no puede cambiar de puesto!”. “Pero si no hay nadie, me voy a sentar al lado de…”. “No, para cambiar de puesto hay que pagar 20 dólares”. Iba a sacar otra vez la tarjeta, pero me arrepentí y volví a mi silla, ensanduchado entre dos gordiflones. Después del despegue, y cuando apagaron el aviso de los cinturones, noté que dos filas delante de mí había tres sillas libres y me levanté para aprovechar la ventanilla y mirar el paisaje. Quién dijo miedo. Otro alarido. “¡Ya le dijimos que no puede cambiar de puesto! ¡Si quiere esa ventana, son 10 dólares!”. “Pero si está vacía la fila, no le hago daño a nadie”. “Las reglas son las reglas, ¿o no sabe leer?”. “¿Leer dónde?”. “En la página web”.

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Mientras tanto Rigoberto Urán decía güevonadas por los parlantes. Algo así como, “Ahora sí, relajáte bien bueno, y escribí en tus redes sociales que viajar en Viva es lo máximo”. A mí que me caía bien Rigo, y empecé a odiarlo, sudando entre los dos gordos que sacaban muslos de pollo frito, porque en los vuelos esos de VivaColombia hay que llevar fiambre. No dan comida, o es mala y la venden.

Al rato me dieron ganas de ir al baño. Volví a levantarme. Como ya me tenían desconfianza, volvió el grito: “Oiga, ¿pa’ dónde va?”. “A hacer pipí, ¿también hay que pagar por orinar?”. “No, la meada es gratis, pero en el baño de atrás”. “Hay cola, voy al de adelante”. “No, ese está reservado para el capitán”. “¿Para el capitán?”. “Sí, solamente lo puede usar el capitán”. Traté de avanzar unos cuantos pasos más para saludar a mi mujer, pero no me dejaron. “¡Devuélvase!”. Me devolví, sumiso, hice la cola, vacié la vejiga, el dispensador de jabón estaba malo, el agua salía como de un gotero. Volví a mi puesto, me refugié en un libro.

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El regreso fue mucho peor, pero no tengo espacio. Me parece obvio que una aerolínea así haya quebrado. No debía llamarse Viva, sino Muera.

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