Y el inquilino ahí

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Héctor Abad Faciolince
30 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.
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Sobre el famoso cuento de Monterroso, “El dinosaurio”, se ha derramado muchísima tinta. Todos hacen interpretaciones. Yo también tengo las mías: a) el protagonista sueña con un dinosaurio, se despierta y lo ve; b) el protagonista odia a su esposa, se duerme al lado de ella, se despierta y ella sigue ahí; c) el protagonista tiene una obsesión, descansa de ella durante el sueño, pero al despertarse la obsesión sigue ahí. No sé si estas interpretaciones valgan algo, pero la lectura, ya se sabe, es un espejo: uno se lee a sí mismo en las palabras de los demás.

He pensado en el cuento de Monterroso y les he contado mis interpretaciones porque últimamente llevo un fantasma dentro de mí. Me explico. Siempre me ha aterrado la experiencia que relatan algunos esquizofrénicos: que llevan dentro voces y personas que les hablan, los persiguen, les dan órdenes. Aunque esos que están dentro no son reales, no existen, para ellos son tan reales como si existieran. Incluso más reales que la realidad. Aunque uno no sea esquizofrénico, una mínima dosis de esquizofrenia la tiene cualquiera, así que no es imposible entender a estos enfermos mentales.

El fantasma que llevo dentro de mí, el inquilino que ahora me habita, no habla. Solo emite un gemido, un agudo grito de dolor, como el de esos micrófonos que chillan en lo mejor de un concierto. Como se queja tanto, noche y día, le he puesto a mi inquilino un nombre: Jeremías. Este Jeremías tiene apellido, un apellido técnico, médico. Su nombre completo es Jeremías Tinnitus. Así le dicen los especialistas a mi inquilino ruidoso y fantasmal: Tinnitus. El silencio ya no existe: llevo dentro de mí un grito perpetuo, Jeremías Tinnitus, el quejumbroso. El que se queja es él; no quiero quejarme yo. Los médicos me han dicho: “lo que usted tiene es incurable; puede quedarse así o puede empeorar; lo único posible para no sentirse mal es que su cerebro lo aprenda a ignorar. Debe encontrar la manera de no pensar en él”.

Eso he intentado hacer: finjo que este ruidoso que vive dentro de mí no existe. Jeremías no existe, lo ignoro, trato de ignorarlo. Las primeras semanas fueron una pesadilla. A veces el vacío que se abría hacia abajo desde el balcón de mi casa parecía la mejor solución: matarme para matarlo a él, a mi inquilino. Pero qué. ¿Suprimir un dolor en mí y propinárselo a mis hijos, a mi esposa, a mi madre? Sentiría asco de mí si lo hiciera y me pudiera juzgar. No. Visité especialistas. Me miraron con compasión.

Al acostarme, en el silencio de la noche, Jeremías se presenta con toda la potencia de su pífano infernal. Yo le hago un gesto despectivo y pongo sonido de lluvia, de olas, ruido blanco, y me duermo con su pito atenuado por la tormenta o el mar. Pero horas después, cuando me despierto, Jeremías sigue ahí. He encontrado también una solución diurna: me concentro en otra cosa. Últimamente hago algo que nunca había hecho: intento aprender a tocar un instrumento. El esfuerzo de aprender algo a mi edad, el dolor en las yemas de los dedos, mi torpeza, el sonido armónico o inarmónico de las cuerdas, la dificultad de los acordes, ocultan el gemido de Jeremías. Así finjo que no existe.

Escribo esto con el mismo fin. Los que tienen silencio en la cabeza, los que no oyen nada que no sea real, sepan que existen ruidos fantasmales, como las voces de los esquizofrénicos. Jeremías, mi inquilino, seguirá conmigo hasta que me muera. Pero ponerlo en palabras, darle un nombre, decirle que lo acepto dentro de mí porque no hay manera de desahuciarlo, escribir que viviré con esto lo mejor que pueda, es parte de un proceso, no digamos de cura, pero sí de resignación. Como el que pierde una pierna acepta que no la tiene, aunque le duela, así mismo yo acepto que viviré con un ruido dentro de mí, aunque ese ruido no exista, porque, lo quiera o no, dentro de mí, es real. Jódete, Jeremías, por ti no me voy a tirar por el balcón. Y volveré a reír. Voy a vivir riéndome de la vida y de ti.

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