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El Estatuto de Roma es un tratado internacional para asegurar que los crímenes atroces reciban por lo menos un mínimo de castigo. Y por supuesto los Estados deben tratar de imponer penas por encima de ese mínimo.
Pero en Colombia hubo un pacto nacional para que los responsables de esos crímenes tengan tanta impunidad como sea compatible con el Tratado de Roma.
A ese pacto se sumaron el Gobierno y la guerrilla, la oposición de izquierda y de derecha, los medios, los juristas y los supuestos defensores de los derechos humanos. Es lo triste y lo penoso de Colombia.
En aras de la paz, los progresistas cerraron los ojos ante la impunidad para la guerrilla, y ahora para la contrainsurgencia. Los reaccionarios se opusieron al perdón de la guerrilla, pero en efecto aprovecharon el Acuerdo para el perdón aún más generoso de los otros criminales.
El punto de no retorno resultó del acuerdo entre el jefe de las Farc y el señor Enrique Santos, donde este prometió que no habría cárcel y que el Código Penal para lograrlo iba a ser redactado a cuatro manos. Pero eso sí, el perdón tendría que extenderse a todos los delitos cometidos “en el contexto del conflicto armado”.
Ahora el turno es para la amnistía, que se ciñe al Acuerdo de La Habana en cuanto a la guerrilla, pero además se extiende a los agentes del Estado. En medio de la presión abierta de los militares y de una “oposición” que se limitó a blindarlos de la justicia internacional, se expidieron la Ley 1820 y el Decreto 277, que en efecto consagran su total impunidad.
Yo he insistido en que el levantamiento de las Farc no fue legítimo y, por lo tanto, en que la guerra defensiva del Estado fue legítima: por eso los integrantes de la Fuerza Pública merecen toda gratitud y apoyo. Pero aquí no hablamos de esas tropas abnegadas, sino de los criminales comprobados o confesos que, sin haber negociado un acuerdo de paz con el Estado, van a tener el perdón o a salir de la cárcel si ya estaban condenados.
La “justicia” para ellos será esta: nadie, ni siquiera los autores de masacres o de falsos positivos, tendrá más de ocho años de cárcel (una tercera parte de la que hoy paga, digamos, Alberto Santofimio); los que hayan cumplido cinco años quedarán en libertad provisional; el comandante no responderá por los actos de las tropas a su mando; las reclusiones tendrán lugar en unidades militares o policiales; no habrá condena ni pena para los muchos delitos que no cubre el Estatuto de Roma, y en estos casos no habrá sanciones disciplinarias, ni indemnizaciones, ni reparación para las víctimas; y el Estado pagará la defensa de cualquier militar o policía.
Me dirán que era injusto perdonar a unos criminales sin perdonar a los demás criminales. Pero San Agustín ya había escrito que un crimen no justifica otro crimen ni una injusticia corrige otra injusticia.
Me dirán que políticamente era imposible dejar de perdonar a los miembros de nuestra Fuerza Pública. Y es verdad. Pero Martin Luther King nos enseñó que lo peor de los malos es el silencio de los buenos.
*Director de la revista digital Razón Pública.
