A nadie se le ocurriría encargar a la Nación de recolectar las basuras o encargar a los alcaldes del manejo del Ejército. Detrás de estas simplezas hay sólidos principios de teoría económica, como el “Teorema de la Descentralización” o las técnicamente llamadas economías de escala, externalidades, heterogeneidad de preferencias y capacidad tributaria de los distintos niveles de gobierno. Con esto quiero indicar que hay fórmulas adecuadas para determinar quién debe encargarse de cada uno de los servicios del Estado.
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También sabemos que, además de la Nación, el municipio y el departamento, se necesitan niveles intermedios de gobierno que se encarguen de problemas o proyectos con muy distintas coberturas territoriales (la cuenca de un río, las redes viales, la gestión de desastres…).
En palabras más sencillas, el ordenamiento del territorio es un asunto complejo que, por eso mismo, debe basarse en criterios rigurosos para el uso óptimo de los recursos del Estado, pero esas fórmulas no han sido la base del reparto de funciones en Colombia. Lo que históricamente hemos tenido es una serie de pujas entre el centro y las regiones para repartirse el presupuesto, con un raquítico desarrollo de los niveles intermedios de gobierno.
La clave de este desorden es el sistema político. Saltamos del federalismo anárquico del siglo XIX al centralismo excesivo de la Constitución de 1886, con el departamento como única instancia intermedia de gobierno, reducida a ser la base del sistema electoral. De aquí siguió la puja entre caciques departamentales y Gobierno central, agravada por la pobreza tradicional del Estado colombiano.
Por eso, sin ningún criterio técnico, a lo largo de los años se ha venido negociando un porcentaje de los Ingresos Corrientes de la Nación (ICN) para los departamentos y municipios. En 1968 se acordó un 20 %, pero en los años siguientes los ministros de Hacienda se dedicaron a recortar la definición de los ICN.
Vino después la Constitución del 91 que, en teoría, adoptó los antedichos principios técnicos, pero tuvo el buen sentido de no fijar porcentajes para las transferencias; esto lo hizo la Ley 60 de 1993, que inventó un 24,5 % como meta a alcanzar. Y así llegamos al Acto Legislativo 01 de 2001 y las leyes posteriores, que pusieron tope al aumento insostenible de las transferencias al hacerlas depender de los aumentos del PIB, solo que ahora vuelve y juega: otra reforma constitucional que hará saltar las transferencias del 22,7 % al 39,5 % de los ICN en el curso de diez años.
Queda en el aire la nueva distribución de funciones, queda en el aire el recorte de la burocracia nacional que sería necesario, queda en el aire la manera de evitar la corrupción…
Queda anunciado un creciente déficit fiscal, queda en el aire la economía nacional. Y queda sin resolver el problema del orden territorial.
* Director de la revista digital Razón Pública.