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El país del autoengaño

Hernando Gómez Buendía

13 de septiembre de 2020 - 12:00 a. m.

Colombia cree en sus propias mentiras y por eso no resuelve sus problemas: es lo que pasa hoy con la violencia y es lo que pasa hoy con la pandemia.

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En el primer caso la mentira fue decirnos que el proceso de La Habana pretendía poner fin a la violencia, o “construir la paz estable y duradera de Colombia”. La verdad era más simple: se trataba de lograr que los 13.202 guerrilleros de las Farc dejaran de usar sus armas.

Los señores de las Farc tenían sus teorías sobre las causas de la violencia, y por eso el Acuerdo se refirió a los problemas de la tierra, los cultivos ilegales y la apertura política. Pero, en primer lugar, nada garantiza que estas fueran sus raíces verdaderas y, en segundo lugar, no se trataba de cumplir los acuerdos, sino de que los guerrilleros dejaran de disparar. Este fue el logro de Santos y el motivo merecido de su Nobel.

Pero pasó lo que tenía que pasar: las reformas de La Habana no se hicieron porque las Farc sin armas ya no podían exigir que se cumplieran. Y menos todavía se atacaron las causas de las otras violencias, sobre las cuales ni Uribe, ni Santos, ni Duque, ni ninguno de sus antecesores intentaron un diagnóstico claro o diseñaron alguna estrategia coherente.

Por eso se equivocan quienes hablan de la “nueva violencia” o de la “nueva oleada de violencia” en Colombia. Es la vieja violencia que se amolda a las nuevas circunstancias porque el Estado no sabe qué hacer ni por lo tanto puede hacer lo que tendría que hacerse.

Esa vieja violencia es la de las guerrillas que no cupieron o se salieron del Acuerdo de La Habana. Es el ajuste de cuentas predecible con los desmovilizados de las Farc. Son los líderes sociales que desde siempre han sido asesinados porque molestan a los matones que pretenden controlar los negocios rentables del lugar y el momento, llámense tierra, madera, minería, hidroeléctricas, drogas o regalías. Son los mismos matones que en tiempos de pandemia reafirman su poder con los “asesinatos colectivos” o “masacres” de las últimas semanas.

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Y es, sobre todo, la obsesión de nuestros presidentes con la violencia rural en un país que hace ya mucho tiempo dejó de ser rural. Este es el elefante en mitad del salón, los jóvenes sin futuro y ahora sin presente en las ciudades, los que añaden violencia a las movilizaciones ante un abuso brutal de la policía o ante el “paquetazo” económico de noviembre del año pasado.

Por no mirar sino al “conflicto armado interno”, nuestros gobiernos no han visto el mar de fondo: el descontento sordo pero creciente de las clases medias y de las “nuevas ciudadanías” que no se sienten representadas por los políticos y aspiran a las cosas que nadie les ofrece. Estos son los conflictos o las luchas sociales del país mayoritario que sin embargo no pasaron por la Seguridad Democrática, ni pasaron por La Habana, ni por supuesto pasan por la “economía naranja”.

En relación con la pandemia diré tan solo que la mentira es decirnos que el virus se cansó de la gente porque la gente se cansó del virus. En los países serios la cuarentena se levanta cuando las infecciones están bajo control, pero aquí fue levantada porque el país no da más.

Esto es lo malo de meterse mentiras: que el engañado es uno mismo.

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* Director de la revista digital “Razón Pública”.

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