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Sabemos cuándo y cómo comenzó, pero ignoramos hasta dónde llegarán sus consecuencias.
El paro comenzó porque Duque propuso aumentar los impuestos en medio de la más grave crisis social de la historia y sabiendo que el Congreso no pasaría su reforma. Esta fue la estupidez que hizo estallar todos los viejos —y los nuevos— descontentos de Colombia.
Una parte pequeña de ese descontento se alivió con las supuestas victorias del paro: se cayó la reforma que había nacido muerta, renunció Carrasquilla, acabó de ahogarse la reforma a la salud, vino la CIDH y regañó al Gobierno…
También quedaron medio satisfechos algunos grupos o grupitos que aprovecharon la oportunidad: vacunación anticipada para los maestros, matrícula cero para universitarios, mercados gratis para unos pocos jóvenes de “Puerto Resistencia”...
Los gremios, las iglesias, las personas de bien y demás fuerzas vivas (o bobas) del país por supuesto llamaron a la concertación “entre todos los sectores”. El Gobierno y el Comité del Paro pretendieron hacer eso, pero el intento no podía funcionar porque la agenda era o es muy gaseosa (unas 108 demandas disparejas) y, más de fondo, porque en Colombia nadie representa a nadie.
Claro está que el apretón de la pandemia agravó el descontento en todas partes, pero los paros de otros muchos países tienen motivos y objetivos específicos: Hong Kong no quiere depender de China, los libaneses quieren expulsar a los ladrones, el Black Lives Matter rechaza la discriminación, los cubanos por fin se rebelaron contra el fracaso de lo que llaman “socialismo”… Incluso los chilenos se toparon con la Constitución de Pinochet y ahora van a cambiarla, como si así se arreglaran los problemas sociales.
Algunos en Colombia propusieron como meta concreta la renuncia de Duque —hasta que alguien notó quién sería su reemplazo—. Así que el paro colombiano no tenía ni tiene una causa común ni un propósito claro. Es una suma dispar de descontentos cuyo gran escenario previsible serán las elecciones del año que viene. Sería el voto masivo contra el statu quo, la ilusión populista del candidato que prometa milagros: es lo que suele ocurrir en América Latina… y es el remedio que agrava los problemas.
Queda la opción deseable e improbable de que los inconformes se organicen como un partido político y vayan construyendo con esfuerzo y paciencia ese futuro mejor que desean.
E infortunadamente queda la opción, menos remota, de una secuencia creciente de explosiones sociales, con respuestas cada vez más violentas del Gobierno y hasta ponernos muy cerca del fascismo.
Lo único que nadie debe ignorar es que Gran Descontento llegó para quedarse… ya para este 20 de julio nos anuncian que otra vez lo veremos asomarse.
(Para mejor apreciar la encrucijada nacional, invito a la lectora o el lector a mi libro Entre la Indepedencia y la pandemia. Colombia, 1810 a 2020).
* Director de la revista digital “Razón Pública”.
