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El gran actor Robert de Niro dice que él no podría interpretar a Donald Trump porque no encuentra en él ninguna virtud.
Yo los he seguido con mucho cuidado, y descubrí que Trump y Musk deben su enorme éxito a un mismo secreto: ninguno de los dos tiene conciencia.
Conciencia es esa voz interior que nos hace recordar lo que dijimos, las promesas que hicimos, la misma que — para bien y para mal—, suele llenarnos de remordimientos.
Trump, por ejemplo, pasó años propagando la mentira de que Barack Obama no había nacido en Estados Unidos. Y un buen día, sin más, declaró: “Obama es americano, punto”. No dio razones, no aceptó preguntas. Tampoco se disculpó, porque eso supondría memoria moral, esa forma primitiva de conciencia que distingue a los humanos de los tiburones.
Musk no se queda atrás. Anunció que convertiría Twitter en una “plaza pública digital”. Lo compró, lo rebautizó, despidió a miles de trabajadores, reintegró a supremacistas, y hoy la plaza es un basurero. Cuando se le critica, responde con memes, sarcasmos o frases pseudo filosóficas sobre la libertad de expresión. El hombre que prometía salvar el mundo con vehículos eléctricos ahora lo destruye con una motosierra y un lanzallamas digital.
En su vida privada, ambos cambian de esposa y de familia como quien cambia de camisa; ambos vienen de padres neuróticos y hogares racistas. En la vida comercial, tienen una irresponsable propensión a correr riesgos y prometen lo que sea: carros voladores, colonias en Marte, desinfectantes contra el coronavirus, muros pagados por México, empleos para obreros a montones…
Y cuando no se cumple, no pasa nada. No explican, no rectifican, no piden perdón. El truco es simple: si no recuerdas lo que dijiste ayer, puedes vender cualquier cosa mañana.
Trump ha convertido la inconsistencia en estrategia: hoy anuncia aranceles, mañana los retira, pasado mañana los duplica. Lo mismo con la OTAN, con el aborto, con las vacunas, con la Biblia o con Putin. Musk dice defender la libertad de expresión, pero bloquea a los periodistas, dice que Trump salvaría el mundo y ahora dice que es abominable. Nada importa, salvo el efecto inmediato.
Todo es cambiante, improvisado, contradictorio. Por eso se juntaron como hermanos siameses, por eso mismo ahora están peleando a muerte.
Ambos son expertos en lo mismo: decir lo que conviene hoy y olvidarlo mañana. No es hipocresía, porque el hipócrita al menos finge tener conciencia. Ellos no. Lo que tienen es un computador: calibran la ganancia probable de cada declaración, de cada provocación, y actúan en consecuencia. No hay pasado, no hay culpa, no hay conciencia. Hay cálculo.
Por eso ambos están en la cima del mundo. Son como el Chat GPT: no sienten vergüenza, no distinguen lo cierto de lo falso, no tienen historia. Aprenden de nosotros, pero no aprenden de sí mismos. No dudan, no se arrepienten, no se detienen.
Y ahí está el otro secreto: sus votantes —o sus inversionistas— tampoco quieren detenerse. No buscan líderes con principios, sino apenas vengadores, pirómanos, provocadores profesionales, fortunas fabulosas en un abrir y cerrar de ojos.
Trump y Musk no son el futuro: son el anticipo. Son la señal temprana de un mundo sin conciencia, donde la verdad se mide en clics, la crueldad se recompensa con votos y con millones, y el cinismo no respeta la inteligencia de nadie.
El verdadero peligro no es que ellos dominen el mundo. Es que el mundo que viene está hecho a su imagen.
* Director de la revista Razón Pública.
