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El trancón

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Hernando Gómez Buendía
05 de abril de 2014 - 04:00 a. m.
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Es como comprar un cinturón más ancho en vez de ponerse a dieta.

Durante los últimos 50 años, la población de Bogotá se multiplicó por cinco, pero la malla vial se multiplicó por nueve y el número de automotores se multiplicó por 15: la ciudad tiene más vías, pero pierde sin remedio la carrera contra el número de carros que ocupan esas vías.

Es un hecho matemático imparable: la única manera de bajarse del trancón es bajarse del carro. Y hay sólo dos maneras de lograrlo: a punta de empujones o por previsión inteligente de las autoridades.

Pero resulta que las autoridades son elegidas, y que la gente no quiere que la bajen de sus carros: el automóvil es el modo de transporte más rápido (y menos incómodo) entre la casa y el punto de destino. Por eso todos los alcaldes de estos 50 años han construido vías y más vías, han agrandado el cinturón: han agravado el problema.

Y el mal seguirá agravándose: apenas uno de cada seis hogares bogotanos tiene carro, o sea que el trancón no ha comenzado, aunque los precios baratos y el crecimiento de la clase media nos hicieron saltar de 590.000 vehículos en 2002 a 1’700.000 en 2013.

Por tanto, los empujones. El primero y más dramático es la propia congestión: un impuesto muy gravoso y del todo irracional (porque no enriquece a nadie), que también pagan los dueños de los carros. Gastar 180 minutos en ir y venir del trabajo significa una pérdida del 40% en el producto potencial de la ciudad. Los ricos, mejor dicho los hijos de los ricos, gastan aún más tiempo en ir a sus colegios, o sea que en Bogotá los ricos no han descubierto qué es ser rico.

Pero sigamos con los empujones. El segundo se llama “Pico y Placa”, que desde 1998 los alcaldes tuvieron que imponer y mantener contra su voluntad: es un impuesto de hecho —y nada menos que del 40%— sobre los carros particulares, que los más ricos compensaron al comprar otro carro y que todos sabemos que se agotó.

El tercer empujón se ve venir. Se llama “cobros por congestión”, son los peajes que Pardo se propone cobrar por el uso de la 72 y la 116. Son experimentales y en el Concejo hay resistencia (por aquello de los votos), pero en honor a la verdad hay que decir que Petro habló de ellos y que el Congreso los autorizó (Ley 1450 de 2011).

Así sean tardíos y parciales, los peajes por fin reconocen el punto esencial: una cosa es el derecho sagrado a tener un vehículo, y otra cosa es el derecho a usar las vías públicas que la ciudad mantiene con tanto costo. Así hace ya tiempo lo entendieron Singapur, Londres, Estocolmo, Milán, Durham, Riga, Dubái, Valetta y hasta el gobierno de Brasil.

Me dirán que la cosa no funciona mientras no exista un buen sistema de transporte público. Pues imagine las calles de Bogotá sin los carros privados que ocupan el 90% del espacio vial: al otro día la ciudad estaría llena de empresarios dispuestos a aprovechar ese negocio pingüe que es transportar a ocho millones de personas.

Y la ciudad —de paso— podría cobrar el hecho de poner los pasajeros y las vías.

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