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Según las últimas encuestas del DANE, el 55 % de los trabajadores en las trece principales ciudades son informales, y en el campo esta cifra se eleva a 83 %.
Hay muchas definiciones de la informalidad, pero esta en realidad no es más que la ilegalidad forzada por la pobreza: legislamos como si fuéramos Suecia, pero el mercado laboral funciona como en Nigeria. Por eso, la mayoría de los contratos de trabajo son dos contratos: el de verdad y el de mostrar. Un contrato, digamos, de dos millones mensuales se convierte en uno de millón cuatrocientos si se cumple la ley: tanto al trabajador como al empleador les conviene saltarse el Código Laboral, y mucho más ahora que ha sido reformado.
Esta ficción le conviene al patrono porque se ahorra los costos de la seguridad social, los aportes al SENA, el ICBF y las cajas de compensación, que representan nada menos que el 30 % del salario declarado. Al trabajador le resulta mejor porque si no es así no le dan el empleo, porque le pagan sin los descuentos para salud y pensiones (8 % del salario), y porque de todas formas tiene acceso al régimen de protección no contributivo.
Es la trampa perfecta inducida por la ley: una conspiración por mutuo consentimiento y sostenida por un doble chantaje. El chantaje del patrono sobre el trabajador para darle el empleo, y el chantaje latente del trabajador que en cualquier momento puede demandar al empleador porque sus derechos son irrenunciables. Esto lo sabe todo el mundo, y más de medio mundo hace como si no lo supiera.
El propio Estado colombiano vive de saltarse la ley: según la Contraloría y el Departamento de Función Pública, la mitad de sus 2,5 millones de trabajadores tienen contratos informales porque carecen de prestaciones sociales y garantías de estabilidad.
Pero otra vez los congresistas hicieron como que no lo sabían, y por eso la reforma laboral —Ley 2466 de 2025— aumentó los incentivos para mantener la farsa, amenazando, eso sí, con más controles y drásticas sanciones que los menos de 800 inspectores del Ministerio de Trabajo no podrán hacer cumplir.
El resultado es obvio: cada contrato informal para el patrono es un riesgo jurídico y cada contrato legal es un costo prohibitivo. Cada contrato formal para el trabajador es una pérdida de ingresos y cada contrato informal es una invitación a chantajear al patrón y mentir ante el Sisbén.
Esta doble mentira y extorsión es la base de más de la mitad de las relaciones laborales en Colombia. Y el remedio no es expedir más leyes, porque las nuevas leyes agravan el problema.
* Director de la revista digital Razón Pública.
