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Es más fácil saber si un pez está tragando agua que si un político está robando el patrimonio público. Este proverbio birmano es verdad en todas partes, pero en Colombia lo hemos refinado hasta el extremo: la corrupción encubierta o abierta es el aceite que permite funcionar al Gobierno, el que alimenta el sistema político y, por lo tanto, el pilar que sostiene nuestro orden social.
De aquí resulta la realidad inverosímil de que es difícil saber si un funcionario es corrupto o simplemente se limita a tratar de gobernar: el caso del exministro Bonilla es apenas el ejemplo más reciente de una vieja tradición de auxilios parlamentarios, partidas regionales, cupos indicativos, “mermelada” o ejecución de transferencias a los entes territoriales para que los congresistas le ayuden al Gobierno.
Digo que este caso es un ejemplo porque el ministro no cobró comisión y no ha sido acusado de recibir beneficios económicos. Esta habría sido la corrupción abierta, la que también hemos visto muchas veces; la que, según la Fiscalía, habrían cometido el presidente del Senado, el de la Cámara, Olmedo López o Snyder Pinilla, los funcionarios ladrones que sacan una tajada del dinero que proviene del Estado.
Pero el caso colombiano es algo más complicado; imagine usted que el Gobierno necesita endeudarse para pagar a sus acreedores, bajo amenaza de duras sanciones internacionales; la operación necesita concepto del Congreso y algunos congresistas condicionan su voto a que el Gobierno acelere la ejecución de unos proyectos regionales que ya estaban inscritos en el banco nacional respectivo; el ministro de Hacienda puede negarse al chantaje aunque el país se quiebre, o puede acelerar el trámite de los proyectos que le piden.
Esto segundo es lo que pasa todos los días y ha venido pasando desde hace mucho tiempo. Es lo que aquí llamamos “gobernabilidad”, el intercambio del voto por bienes o servicios de interés particular de una región, de un grupo de votantes, de un gremio, de un contratista, de un político ladrón…
El problema de fondo es el particularismo o el predominio de los intereses particulares sobre principios abstractos e intereses públicos en la vida política, el Estado reducido a la piñata donde los pobres reciben limosnas, los ricos obtienen las concesiones, lo del medio reciben una pensión decente o un cupo en la universidad oficial. Un sistema de gobierno donde cada quien gana en proporción a su poder y por lo mismo ayuda a mantener el orden, un sistema con muy poco espacio para la política como el lugar donde debatimos y donde realizamos los proyectos colectivos.
Por eso es tan borrosa la frontera entre la corrupción y el cumplimiento del deber de gobernar.
* Director de Razón Pública.
