Si usted cree que la persona existe desde el momento de la concepción, el aborto voluntario es un asesinato.
Pero si cree que la persona existe desde el nacimiento, el aborto es admisible en cualquier tiempo.
Y si cree (como yo) que la persona existe desde que pueda vivir independientemente de su madre, el aborto es admisible hasta cuando el feto sea viable.
La cuestión es espinosa porque ninguna de esas tres creencias se puede demostrar: son posiciones o juicios éticos a priori. Y cualquier argumento o decisión personal, legal o judicial sobre el aborto depende inescapablemente de ese juicio.
En concordancia con mi juicio personal, el aborto voluntario puede ser permitido hasta las 24 semanas de embarazo. Y a esto le añado un argumento práctico: en el mundo de hoy el aborto extendido es inevitable, porque el tamaño del hogar sostenible es menor y por el cambio en el papel de la mujer. Por eso penalizar el aborto es un error del Estado: antes que disminuir esta práctica, la prohibición hace aumentar los nefastos abortos clandestinos.
Pero mi juicio personal no se puede imponer a los demás. Solo el pueblo soberano o el Congreso que lo representa pueden hacer este juicio cuando se trata de normas del Estado. Por eso en casi todos los países el aborto se encuentra regulado por leyes del Congreso.
En el mundo, que yo sepa, hay solo dos excepciones, que además están de moda: Colombia y Estados Unidos.
El 21 de febrero pasado, la Corte colombiana despenalizó el aborto por cinco votos contra cuatro. Soy partidario de esta regulación, pero la Corte usurpó un poder que no le corresponde porque la Constitución no dice cuándo comienza a existir la persona.
En Estados Unidos, un fallo de 1973 había establecido el derecho constitucional de la mujer a interrumpir el embarazo. Ahora una Corte conservadora declaró —con razón— que la Constitución americana no formula el juicio ético y, por ende, ese derecho no existe: son los legisladores de cada estado federal quienes deben decidirlo. Las consecuencias de este fallo serán arrasadoras: muchas mujeres, en especial las pobres, quedaron condenadas al aborto clandestino o a tener hijos no queridos.
¿La solución? Elegir legisladores que legalicen el aborto en cada uno de los estados federales y en el Congreso de Estados Unidos.
¿Y en Colombia? Los partidarios de aceptar el aborto celebraron la usurpación de poder por parte de la Corte, pero tal vez es temprano para que canten victoria: el presidente Duque solicitó —con razón— que ese fallo se anule y —usurpando un poder que no tiene— nos adhirió al “Consenso de Ginebra”, un grupo de países antiaborto. Bastaría con que, en la próxima demanda, el conjuez elegido por la Corte tuviera el mismo juicio ético que sus cuatro colegas antiaborto… y entonces los que hoy celebran dirían que la Corte usurpó un poder que no era suyo.
Mientras tanto la derecha insistirá en su referendo para volver a prohibir el aborto. Y la izquierda —si es por Petro— repetirá su tramposa respuesta de que la solución es el “aborto cero”: esto es precisamente lo que no pueden hacer las sociedades modernas.
*Director de la revista digital Razón Pública.