Álvaro Uribe tiene una misión. Juan Manuel Santos tiene una ambición.
Esto, en resumen, explica la fortaleza del uno y la debilidad del otro. Explica sus trayectorias personales tan distintas. Explica lo que pueden y lo que no pueden hacer. Y explica casi todo lo que hoy pasa en la política.
La misión es una causa o una tarea que da sentido a una vida. La ambición es el deseo de llegar o estar arriba. La misión de Álvaro Uribe es derrotar las guerrillas. La ambición del doctor Santos era —y es— ser presidente.
La diferencia no es ética — o no es simplemente ética—. La ambición es un derecho, y es algo que saca a flote lo mejor del individuo. La misión es, sí, altruista, pero es tan noble o tan ruin como la causa que busca.
La diferencia también es psicológica. El que tiene una misión es pasional, obsesivo, monotemático, mesiánico y simplista. El que tiene una ambición es dedicado, cerebral, flexible, pragmático, oportunista.
La diferencia sobre todo es social. La misión surge de la gente, que para eso busca un adalid. La ambición nace del individuo y busca su oportunidad. Uribe no es un dudoso político antioqueño sino la encarnación de un sentimiento profundo del país: el odio hacia las Farc. Santos no es un líder natural, sino un Santos que por fin encontró la forma de coronar.
Esa es la diferencia que la gente percibe y que le importa de veras a la gente. No es, como dicen, que Uribe “maneje muy bien su imagen”: es su simpleza, su crudeza, su vulgaridad, lo que lo conecta visceralmente con la gente. En cambio Santos, profesional en el manejo de los medios, por eso mismo aparece postizo, frío, volátil e inconvincente.
Uribe está asentado sobre una base popular doblemente segura: mano dura contra la guerrilla y su gemela, orden o autoridad en la vida de la gente. Santos, en comparación, resulta poco creíble: ¿será que va a perdonar los horrores de las Farc, será que el paro nacional le quedó grande?
Santos no puede correr el riesgo de ser blando con los “terroristas”, ni el de no controlar el desorden callejero. Pero por no ser creíble en estos frentes, trata de sintonizarse con otros dos sentimientos extendidos: el anhelo de paz y el deseo de salir de la pobreza. Por eso sus acciones bandera: La Habana, desarrollo rural, vivienda gratis. Pero Santos paloma de la paz-exministro de guerra no es creíble, igual que no lo es Santos el de los clubes-el defensor de los pobres.
Por eso la caída en las encuestas, el aleteo de Vargas Lleras y todos los demás. Por eso ahora los ojos se volvieron hacia Uribe: porque no tienen a dónde más mirar.
Y viene la paradoja. Santos es impopular, pero será reelegido porque es el presidente y porque Uribe no puede postularse. Uribe en cambio irá al Senado para nada, porque el control político ya lo está haciendo por Twitter y no tendrá la mayoría para expedir ninguna ley. ¡Ah mi país de locos o de bobos!
Hernando Gómez Buendía. Director de Razón Pública.**