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Cada rasgo o cada cambio de un sistema político tiene ventajas, pero también tiene desventajas bastante bien conocidas. Y esto vale para las reformas que el Gobierno propuso esta semana:
-El voto obligatorio disminuye la abstención, pero no es fácil sancionar al infractor y, sobre todo, hace que el voto sea más barato para los traficantes.
-El voto a los 16 años aumenta el caudal electoral, pero tiende a acentuar la inestabilidad de la política.
-La financiación estatal del “100 por ciento” de las campañas nivela la competencia, pero no impide el ingreso de dineros oscuros y de este modo hace escalar el costo de las elecciones.
-La lista cerrada fortalece los partidos, pero disminuye la representatividad de cada uno de los elegidos.
-Un vicepresidente es un “conspirador a sueldo”, pero su elección por voto popular le da mayor legitimidad al Gobierno.
-Alargar a cinco años el período de los dignatarios hace que duren más en funciones cuando son buenos… pero también cuando son malos.
-Eliminar la circunscripción nacional reduce el costo de las elecciones, pero debilita a los partidos de opinión o de base regional dispersa.
-Las 100.000 firmas para presentar proyectos de ley es otra forma de democracia participativa, pero no obliga al Congreso y en todo caso estas figuras no han funcionado en Colombia.
Y las cosas se complican cuando se trata de reformas puntuales, con efectos opuestos, e inspiradas en propósitos tan gaseosos como “la paz” o la “crisis creciente del sistema político”.
Otra vez el Gobierno se ha limitado a recoger ideas sueltas que andaban circulando y que dan la impresión de que van a cambiar las costumbres políticas. Pero Aristide Brian ya escribió que “las constituciones no hacen a los países, sino que los países hacen las constituciones”.
Es el caso de una Constitución de 431 artículos y 41 reformas desde el 91, una historia de ires y venires no diseñados para la próxima generación sino para la próxima elección. ¿Cómo no ver la sombra de Odebrecht tras la propuesta de financiación estatal de las campañas (medida que, de paso, no habría evitado el pago del consultor brasileño de Zuluaga)? ¿O la de Vargas Lleras tras la idea de eliminar la Vicepresidencia? ¿O la de los barones regionales tras el final de la circunscripción nacional?
Que es lo peor del famoso “constitucionalismo colombiano”. Un Gobierno muy poco popular y ya a punto de acabarse, por intermedio de un ministro que es también precandidato, con el pretexto de un Acuerdo de Paz que no habló de esas reformas, en vísperas de elecciones y a través de un también abusivo fast track, les propone a los políticos que reescriban las reglas de su oficio. ¡Y de encime esperan ellos que todos los aplaudamos como grandes estadistas!
Es todo lo contrario. Como se dice en los países serios, lo más importante de una Constitución es que no cambie. La democracia de verdad no depende de tener jugadores vivarachos sino de reglas de juego decantadas y firmes.
* Director de la revista digital Razón Pública.
