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La bonanza minera va camino de acabar en condenas billonarias contra el Estado colombiano. O sea que usted y yo tendremos que pagar una fortuna que nunca disfrutamos.
El capítulo final de ese desfalco que Uribe y Santos llamaron la “bonanza” es el de las consultas populares, que el Consejo de Estado y la Corte Constitucional acabaron por autorizar después de muchos malabares. Los habitantes de siete municipios en seis departamentos votaron o se aprestan a votar contra proyectos auríferos, petroleros o hidroeléctricos que habían sido aprobados por el Gobierno. Y las empresas afectadas van a cobrar sus indemnizaciones.
Las votaciones contra los proyectos han sido apabullantes (96,8 % en Tauramena, 97,2 % en Cajamarca, 98,5 % en Cabrera…), y esto no se debe a los “agitadores”, sino a que los daños ambientales y sociales son bastante más grandes que el beneficio para los residentes. El Gobierno no ha debido autorizar estos proyectos y la gente tiene razón en rechazarlos.
Pero las consecuencias de esta contradicción son desastrosas. Primero porque Colombia no recibirá las regalías y en cambio tendrá que indemnizar a las empresas que tienen licencias o derechos adquiridos. Segundo porque descuaderna las finanzas públicas (y contradice la Constitución) al permitir que un municipio recorte el Presupuesto Nacional. Y tercero porque estamos donde estamos, o sea que en vez de minería legal tendremos minería ilegal.
Después de varios fallos contradictorios, nuestros sinuosos juristas concluyeron que el pueblo es soberano y que los municipios son parte del Estado y por ende codueños del subsuelo. Estos son argumentos razonables y fundados en la Constitución. Pero sucede que la Constitución existía antes de Uribe-Santos, o sea que el Código de Minas ha debido disponer que sin consulta popular local obligatoria y previa no se podían conceder licencias.
Es lo que hacen los países serios. Lo que haría un “Estado Social de Derecho”, como dicen que es el nuestro: reconocer que puede haber intereses encontrados entre Nación, municipio y gente del común; y tramitar internamente esas diferencias antes de contraer compromisos internacionales que acabarán siendo incumplidos en perjuicio de todo el pueblo “soberano”.
La tensión entre minería y medio ambiente es genuina, difícil y crucial para cualquier país dotado de recursos naturales. Por eso en los países serios esta tensión se negocia en la arena nacional antes que en la local.
Un país serio como Costa Rica decidió no tener minería y apostarle de veras al ecoturismo: es lo que los ambientalistas han debido proponer para Colombia. Otros países serios como Chile, Canadá o Nueva Zelanda le apuestan a la minería, pero lo hacen con estándares ambientales y sociales exigentes, con regalías elevadas y —sobre todo— con autoridades limpias.
Es lo que no tienen el Congo, Angola, Costa de Marfil y los demás países de esa África maldita por cuenta de su riqueza minera. Lo que no tiene la Colombia de la feria de títulos mineros, de la puerta giratoria entre el Gobierno y las multinacionales, de los contratos de estabilidad jurídica, de evasión de los impuestos, exenciones tributarias, exportaciones ficticias y no pagar regalías.
* Director de la revista digital Razón Pública.
