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Trump está cumpliendo lo que prometió: vengarse de todos los causantes del sufrimiento y de la ira de los perdedores de la globalización.
Los analistas hablan de populismo, aislacionismo, proteccionismo, autoritarismo y otros modelos coherentes de política. Pero la explicación es tal vez más simple: se trata de sacar todos los clavos al mismo tiempo, de saldar todas las cuentas, de satisfacer todas las quejas, las nostalgias y las rabias de la base social que lo eligió.
Trump no está gobernando para complacer a los grandes medios, ni a Wall Street, ni a la gente educada. Está gobernando para los suyos: esa “América profunda” que lleva décadas sintiéndose marginada por las promesas rotas del libre comercio, las fronteras abiertas, el multiculturalismo obligatorio y la “corrección política” que dictan las élites globales.
Las medidas arancelarias —que pueden sumir al mundo en otra Gran Depresión— tienen un destinatario claro: el obrero de Ohio que perdió su fábrica por la deslocalización a China, el agricultor de Iowa agobiado por las importaciones, el camionero que ya no ve futuro para sus hijos. No es solo proteccionismo: es un acto simbólico de restitución.
Lo mismo vale para su política migratoria. La emergencia nacional, la militarización de la frontera, el envío de prisioneros a El Salvador, son jurídicamente inaceptables. Pero también son una forma brutal —y efectiva— de comunicarle al votante blanco, empobrecido y excluido del sur o del medio oeste que alguien lo está defendiendo. Que su inseguridad económica y su resentimiento identitario no son invisibles. Que no va a seguir compitiendo con inmigrantes ilegales por empleos o subsidios.
Incluso las decisiones más polémicas —como recortar fondos para la ciencia, desconocer fallos judiciales, propiciar el racismo, auspiciar el machismo, perseguir adversarios políticos, censurar libros, chantajear universidades, destruir el medio ambiente, o retirarse de la OMS— tienen una lógica política: expresar el rechazo frontal a lo que su base ve como el nuevo clero de la élite liberal: científicos, expertos, ONG, medios y burócratas internacionales que les dictan cómo deben vivir, hablar y pensar quienes no tienen título universitario ni cuenta en Twitter.
En cada gesto de Trump, por absurdo que parezca, hay una puesta en escena para sus votantes: los que odian a Washington, los que no leen el New York Times, los que sienten que la democracia ya no los representa. El mensaje es claro: los valores de “la clase global” ya no son sagrados. Y ustedes, los olvidados, están de vuelta.
Pero en el seno mismo del proyecto de Trump hay una trampa inescapable. Junto a los camioneros y los exobreros, Trump tiene el apoyo de Elon Musk, Peter Thiel y otros miembros de las élites globales más ricas y disruptivas del planeta. No lo apoyan por compartir el resentimiento de los olvidados, sino porque pueden beneficiarse del desorden; Trump desregula, rebaja impuestos, desmantela agencias y desprecia el control institucional: un paraíso para los libertarios de Silicon Valley y para los capitalistas sin escrúpulos. El caos populista abajo se combina con el lucro oportunista arriba.
Por eso, lo más peligroso no es Trump. Lo peligroso es la alianza entre la frustración popular y el cinismo de las élites. La globalización mal distribuida no solo deja pobreza e ira: también deja alianzas perversas, y urnas llenas de monstruos.
* Director de la revista digital ‘Razón Pública’.
