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“El propósito de la ley no es hacer que la gente sea santa sino que la sociedad viva en paz”.
Esta frase de Coleridge en sus Sermones laicos de 1806 expresa exactamente el gran hallazgo de la Edad Moderna.
Pero Colombia nunca tuvo Edad Moderna. La prueba más reciente es el debate en torno al matrimonio entre parejas del mismo sexo, que los premodernos atacan por razones equivocadas y los posmodernos defienden con razones también equivocadas.
Aclaremos. El pensamiento premoderno (es decir, medieval) sostenía (y sostiene) que el Estado debe velar por la moral, ya que no hay más que una moral verdadera (la que Dios nos enseña, la católica). Esta es la tesis del procurador y campeón de la premodernidad, que de manera obsesiva se ha opuesto a todos los avances de la Corte Constitucional en materia de derechos para las minorías sexuales en Colombia.
Es al revés: un Estado moderno no puede imponer convicciones religiosas, menos aún cuando se trata de cuestiones que no afectan a terceros, como es la decisión de dos adultos sobre la forma de vida que prefieren.
Por eso, en favor de la igualdad y desde 2007, tres fallos de la Corte Constitucional fueron ampliando los derechos de los homosexuales, e incluso en 2011 ella dispuso que los jueces y notarios formalizaran la unión en un “contrato solemne” que de hecho tendría los alcances del matrimonio civil. Sólo faltaba entonces el ajuste “semántico” de llamar a las cosas por su nombre, y esto fue lo que hizo o hará el fallo que hace rabiar a los premodernos… y aplauden los posmodernos.
El matrimonio homosexual es un avance indudable hacia la universalización de los derechos que permitió la Edad Moderna. Pero resulta que aquí se hizo a costa del principio cardinal de esa Edad Moderna: la sujeción al Estado de derecho. El artículo 42 de la Constitución colombiana dice que el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer, de modo que la Corte declaró inconstitucional un artículo de la Constitución.
Es un principio elemental del derecho que las disposiciones específicas priman sobre las generales, y en este caso no puede decirse que el mandato general de equidad prime sobre la norma específica del matrimonio. Y si se quiere argüir que el asunto es “semántico”, habría que aclarar qué es lo que quiso decir la Constitución —no lo que quieren decir los abogados—. El punto es muy sencillo: por razones religiosas o filosóficas, seis de los nueve magistrados pueden estar de acuerdo con ese matrimonio, pero esto nada tiene que ver con su oficio, que es aplicar la Constitución.
Los posmodernos, por su parte, piensan que no existen leyes sino interpretaciones, y por eso celebran este fallo. Sólo que a base de interpretaciones cualquier cosa es posible, o sea que unos nuevos magistrados podrían deshacer todo el avance en los derechos ciudadanos —incluyendo los de los homosexuales—.
Es el “atajo” eterno que nuestros estadistas —los progresistas y los reaccionarios— emplean para todo.
El camino de la modernidad habría sido más difícil y a la vez más sencillo: derogar el artículo 42 mediante un acto del Congreso o un referendo popular.
* Director de la revista digital Razón Pública.
