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Una hermosa y horrible Navidad

Hernando Gómez Buendía

19 de diciembre de 2020 - 10:00 p. m.

Es el momento luminoso de la inteligencia humana y el momento más oscuro de la desigualdad entre los seres humanos.

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Me refiero, por supuesto, a las vacunas contra el COVID-19, que son la prueba irrefutable del método científico como único camino seguro para la humanidad y cuya distribución es sin embargo la muestra más descarnada del lugar que cada quien ocupa en la escala mundial de saber, de riqueza y de poder.

En el curso de unos meses, la ciencia —y solo la ciencia— ha permitido avances formidables en la lucha contra el peor desafío que ha tenido nuestra especie en por lo menos un siglo.

Veamos. Los hallazgos sobre cómo se transmite —y cómo no se transmite— el nuevo virus son la base de las medidas sanitarias que hoy nos permiten salir a la calle o ir al trabajo con un mínimo de riesgos. Esos mismos hallazgos minimizan la torpeza y traumatismos de los cierres económicos (hoy se sabe, por ejemplo, que los bares, restaurantes, iglesias y gimnasios son la fuente de la mitad o más de los contagios). Los exámenes diagnósticos se han hecho más confiables y baratos (ya existe un test casero cuyos resultados se conocen en minutos): el rastreo y aislamiento de personas contagiadas son ahora más precisos. Los médicos han aprendido mucho sobre cómo tratar la enfermedad y algunos medicamentos ya muestran cierta eficacia: por eso están bajando las tasas de letalidad...

Y en los últimos días han venido concluyendo los estudios “fase 3” de las vacunas-candidatas, con resultados que no tienen precedentes en la historia. Apenas nueve meses entre la publicación del código genético del virus y la evidencia estadística sobre seguridad y eficacia de la primera vacuna (un proceso que nunca había tardado menos de cinco años). Una tecnología que jamás se había intentado (ARN mensajero). Una eficacia superior al 90 %, muy por encima de casi todas las vacunas contra enfermedades infecciosas. Millones de vacunas-candidatas que se habían fabricado antes de saber su eficacia y que por eso empezaron a aplicarse horas después de su aprobación para uso de emergencia.

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Pero también en estos días la desigualdad está mostrando su rostro más obsceno: unas vidas humanas valen más que otras y el orden del acceso a las vacunas es el certificado exacto del lugar que ocupa cada uno de nosotros en la pirámide de escala planetaria.

Algunas desigualdades se justifican porque una sociedad sensata necesita que existan esas desigualdades: los médicos y enfermeras intensivistas deben ser los primeros en vacunarse, seguidos por los ancianos, los que padecen comorbilidades, los que prestan servicios de veras esenciales… Esa es la teoría y ojalá sea así en cada país.

Pero en la realidad estamos viendo que los de arriba se salvarán primero: multimillonarios, políticos, militares en Europa o Estados Unidos, donde además Texas, por ser republicano, recibe más vacunas per capita que California o Nueva York por no ser republicanos…

En esta carrera de sálvese quien pueda, la gran desigualdad es, por supuesto, la que media entre países ricos y países pobres, es decir, entre países que invirtieron en la ciencia y países que no invirtieron en la ciencia. Reino Unido, Estados Unidos, China, Rusia, Israel, Corea… ¿cuándo le llegará el turno a Colombia?

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En la alegría y la tristeza de esta Navidad, a usted y a mí nos queda, sin embargo, el recurso a la ciencia en su versión de las sencillas medidas preventivas: el mejor regalo que este año podemos dar y recibir es no reunirnos con los seres queridos para que no falte nadie en la Navidad del 2021.

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* Director de la revista digital “Razón Pública”.

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