Publicidad

Vacas flacas

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Hernando Gómez Buendía
23 de enero de 2016 - 02:00 a. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Entre la retórica oficial y el lenguaje enredado de los economistas, se ha vuelto algo difícil mirar al bosque en medio de los árboles.

Comienzo pues por decir que en Colombia no hubo tal “locomotora energético-minera”, sino apenas unos años en que aumentó la extracción de riquezas del subsuelo. Pero esta fiebre pasajera no jalonó la economía, ni mejoró el potencial de crecimiento, ni le sirvió a la mayoría de los colombianos.

Entre 2002 y 2015 la producción de petróleo pasó de 600.000 a 935.000 barriles, y el valor de las exportaciones energético-mineras se triplicó debido al alto precio que provenía de la (ésta sí) locomotora China. Pero las otras exportaciones disminuyeron por la revaluación que resultó del alto precio del petróleo y de que Estados Unidos nos inundó con dólares para salir de la Gran Recesión.

Más que un aumento del producto total, lo que tuvimos fue un cambio en su composición. La agricultura y la industria retrocedieron ante el diluvio de las importaciones. El petróleo y la gran minería emplean sólo al 1% de los trabajadores. Los ganadores entonces fueron cuatro: los importadores, los banqueros que traían dólares baratos para presarlos caros, las compañías mineras —que se quedan con el 45% del valor de las ventas—, y sobre todo el Estado —que obtuvo un 20% por regalías, un 25% por vía de Ecopetrol, y un 10% por concepto de impuestos—.

La “locomotora” no sirvió así para enriquecer al país, pero sí al Estado (y a Sarmiento Ángulo). Uribe y Santos malgastaron la bonanza en cuatro cosas: en la guerra con las Farc (el gasto militar se duplicó), en subsidios populistas para ganar sus reelecciones (“familias en acción” y similares), en capotear la bomba pensional (y el hueco en la salud), y en esa mezcla de “mermelada” y corrupción a secas, pues nunca como antes se había visto tanta robadera de la clase política.

El resultado neto fue aumentar el gasto público hasta el 28% del PIB. Pero la carga tributaria —los impuestos— se mantuvieron en un 18%, lo cual implica un hueco gigantesco que fue siendo financiado por tres fuentes: las regalías —o sea el valor de los recursos del subsuelo que pertenecen a las próximas generaciones—; la deuda pública que han de pagar esas generaciones y cuyo peso casi se ha duplicado; y las reformas tributarias tapa-huecos (ocho de ellas entre Santos y Uribe).

Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Se duplicó la producción mundial de hidrocarburos, China se enfrío y el precio del petróleo entró en barrena, mientras Estados Unidos comenzaba a recoger el exceso de dólares. Eran cosas perfectamente predecibles: se las llama los “ciclos económicos” que han existido por lo menos desde el siglo XIII.

Pero pudieron más la privatización de la política y la probada ineptitud de nuestros dirigentes. La destorcida nos pilló con los calzones abajo, y ya comienzan a sentirse cuatro apretones: el de la inflación salida de control y a costa de los pobres; el de la austeridad fiscal y la reforma tributaria “estructural” e inevitable —que pagarán sobre todo los pobres—; y el de la venta de las joyas de la casa —que es propiedad de las próximas generaciones—.

Es el caso de Isagén, que se vendió para pagar las carreteras que debieron construirse precisamente con la plata que el Estado recibía de su “locomotora”.

 

* Director de la revista digital Razón Pública.

Conoce más

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.