Michael Jackson, el cantante de color talco, acaba de cumplir cincuenta años de edad. Quizá sea una drama para el rey del pop que nunca quiso crecer —o que al menos quiere aparentar una figura eternamente infantil—.
Su esquizofrenia es múltiple: racial, cronológica, sexual. No es imposible pensar que algún estudio codicie filmar su biografía. Los elementos del estrellato harían de la película un éxito. El mito presentado con sus dones y miserias garantiza una taquilla rentable. Mr. Jackson, en el futuro, quizá tenga en la pantalla un escenario de circo donde su vida parezca el espectáculo de un fenómeno que complace la curiosidad y el afán de chisme de sus fanáticos.
Las biopic (biographical pictures) son un género frecuente. Garantizan la taquilla reviviendo a sus fantasmas con el tono de tragedias griegas. Explican cómo la vida —con sus ilusiones, sus pesadillas y su talento— permite crear una obra donde la única norma es no tener normas; en otras palabras, crear un estilo y dejar huella.
Los hechos contribuyen a la explotación: Héctor Lavoe, según El cantante (Ichaso, 2007), acumula con igual intensidad desgracia y plenitud; Walk the line (Mangold, 2005), recrea la vida de Johnny Cash y su música como un golpe de suerte que no logró atenuar la neurosis; en La Môme (Dahan, 2007), los milagros de Edith Piaf para sobrevivir a una infancia turbulenta recompensaron con las lentejuelas de la fama sus altibajos pasionales.
El artista y su leyenda negra; el genio moldeado en la situación extrema de la desesperación; la herencia del siglo XIX, que consideraba a los poetas como héroes sin sosiego, prolongada en el siglo XX y en sus biopics, aderezados con “enfermizos” que trazaron un rumbo impredecible al arte, han servido para nutrir a la pantalla con el espejismo que nos hace suponer en ella una ventana por la que nos asomamos a otra época con el privilegio de la intimidad.
Los pintores y sus filmes: Modigliani según Montparnasse 19 (Becker, 1958); Toulouse-Lautrec & Moulin Rouge (Huston, 1952); Frida Kahlo —nuestra diosa convertida en referencia chic de la moda—, vista con registros diferentes en Frida, naturaleza viva (Leduc, 1986) y Frida (Taymor, 2002), hacen del público un crítico que asiste al cine y comprueba de qué manera le hicieron justicia a un personaje entrañable.
Desde sus orígenes, el cine ha buscado el prestigio en otras artes. Cuando la ficción cinematográfica anuncia que está basada en hechos reales y acude a nombres-fetiche, ayudándose además por la indiscreción de la cámara que husmea en los rincones secretos de una vida, el negocio está asegurado. Aún más si descubrimos que los ídolos comparten las miserias de cualquier otro mortal. La fama se reduce entonces a la repetición de un nombre en progresión matemática, respaldado por el talento y por su publicidad. ¿Veremos algún día la biografía de Michael Jackson? Tal vez. Será entonces un delirio renovado cuando alguien se atreva con sus misterios.