En 1930, Scott Fitzgerald consideraba el cine como un arte privilegiado ante la literatura. “Las películas sonoras harán del novelista más exitoso algo tan anticuado como las películas mudas”, aseguró.
Su idolatría por Hollywood lo llevó al delirio hacia el final de su vida. Un romance sin fortuna que contribuyó en parte a su eufórica torpeza cuando se emborrachaba y al brumoso estado de una profunda melancolía cuando estaba sobrio. La consumación de su amor la hicieron posible otros, con buena o mala fortuna, cuando adaptaron sus libros: Elia Kazan, Jack Clayton, Henry King. El último de la fila es David Fincher con la película que acaso sea una de las más galardonadas durante la fiesta promocional del O$car: El curioso caso de Benjamin Button (2008).
Mitificada por la excelencia del maquillaje que sugiere el síndrome matusalénico de Mr. Button (Brad Pitt) —un anciano que rejuvenece en contravía del reloj—, la historia es una fantasía, narrada de forma episódica, con los efectos emocionales del melodrama.
El guión de Eric Roth —un autor que sembró en la iconografía del cine a principios de los años 90 la imagen de un idiota con fortuna: Forrest Gump—, vampiriza a Fitzgerald. No importa tanto el relato original del escritor como su traducción al teatro de las imágenes. Benjamin Button evidencia por accidente una virtud posible en la ficción: Fitzgerald, por su vida breve y etílica, no supo del ataque a Pearl Harbor, tampoco se imaginó quiénes serían los Beatles o vio despegar un cohete de Cabo Cañaveral, mucho menos presenció el caos que significó el Katrina. En la película son los personajes, no su autor, quienes atestiguan los hechos.
Más allá de la fidelidad literaria —capaz de neurotizar lectores que sueñen con ver en el cine las páginas del libro en el que se basa una historia— está el oficio de Fincher. Un director adiestrado para explotar en el ojo del espectador de una manera rentable: Alien 3 (1992); Se7en (1995); Fight Club (1999). El mercenario visual que se atreve a todo sin importar el género, la búsqueda de un estilo o las ofertas que surjan —tan diversas como algunos de sus clientes: Madonna o Aerosmith—. Alguien que cuenta en Benjamin Button con el apoyo de su director de fotografía, Claudio Miranda, para recrear el pasado y mostrar la piel de vírgenes renacentistas que tienen Cate Blanchet y Tilda Swinton.
El tiempo que retrocede y la perplejidad de Button ante las circunstancias del mundo —asumiéndolas como un anciano infantil o un niño senil—, moldean el tema de la película: la vida según el azar, ilustrada por el hombre al que le han caído encima siete rayos o por el fragmento que narra las desafortunadas coincidencias que decidieron en París el accidente de la señorita Daisy (Cate Blanchet). Con el aire novelesco que refuerzan personajes como el marino a lo Hemingway en la piel de Jared Harris o la esposa del espía inglés, Elizabeth Abbott (Tilda Swinton), que vive en Rusia un amor fugitivo con Button y le brinda el paréntesis de un cuento a la novela que es el largometraje.
El curioso caso de Benjamin Button es una ilusión que quiere derrotar al tiempo. Observa con nostalgia una época dorada —al vaivén del jazz en la Bourbon Street de New Orleans—, mientras el presente, que sitúa al espectador entre el antes y el después durante un huracán, evidencia lo precario de un mundo en riesgo, donde se desvanece la energía de los recuerdos.