En una serie de recientes degustaciones celebradas en la cava del Club del Vino La Brasserie, en Bogotá, los entusiastas de la bebida mostraron un inusitado interés en una serie de nuevos vinos chilenos, que no existían en el mercado hace menos de 10 años. Literalmente hubo que establecer turnos estrictos para dar cabida a quienes querían asomarse a este atractivo universo de aromas y sabores, completamente distinto a lo que tradicionalmente se ha definido como el "estilo" chileno. Casi sin excepción, todos los noveles ejemplares han alcanzado ya posiciones de culto entre los aficionados, tras sus repetidos éxitos en concursos internacionales y sus altas puntuaciones en publicaciones como Decanter, de Londres, y Wine Spectator y Wine Advocate, de Estados Unidos.
¿De dónde proceden estos vinos que tanto entusiasmo despiertan? ¿Y dónde radica su secreto?
Primero hay que decir que, pese a que Chile es una de las naciones con mayor tradición vitivinícola del continente (desde el siglo XVI), nunca sus empresarios habían querido remontar la Cordillera de la Costa, que protege a los valles centrales de la húmeda influencia del Océano Pacífico. El primero en hacerlo fue el enólogo Pablo Morandé, quien, en los ochenta, decidió jugarse su propio capital para demostrar que el Valle de Casablanca (en el camino de Santiago a Valparaíso) podría colocarse a la altura de Marlborough, en Nueva Zelandia, o Carneros, en California.
Veinte años más tarde no hay capitales suficientes para adquirir terrenos allí. Todas estas zonas se benefician de los efectos atemperados del mar durante los meses de primavera y verano, con predominio de nieblas matinales, que bloquean la radiación solar para evitar maduraciones tempranas. El lento desarrollo potencia la ganancia de matices, lo que normalmente se pierde en climas de calores extremos.
Tras demostrar que Casablanca era posible (algo que los mismos colegas de Morandé no creyeron en un principio), toda una nueva área costera comenzó a abrirse en flor para dar origen a los Valles de San Antonio, Leyda y del Rosario, donde antes pastaban vacas y ovejas. De estas zonas, precisamente, provienen las nuevas estrellas, causantes de la renovada ola de interés en la vitivinicultura chilena.
La proximidad al mar produce una serie llamativa de singularidades, como la existencia de suelos arcillosos (altamente valorados por los viticultores por sus aportes minerales), las moderadas temperaturas durante el proceso de maduración, los vientos costeros (que evitan acumulaciones de humedad), los impresionantes paisajes y una topografía de suaves ondulaciones, que facilita la aparición de interesantes microclimas.
Este conjunto de características favorece, en particular, varias castas de uvas blancas como Sauvignon Blanc, Riesling, Gewürztraminer y Chardonnay, y tintas, como Pinot Noir, Merlot y Carménère. Pero cada vez es más frecuente encontrar Syrah y Cabernet Sauvignon procedentes de estos climas atemperados. Incluso, los Syrah y Cabernet Sauvignon de las zonas costeras chilenas figuran entre los de mayor atracción en la actualidad, así dichas variedades prefieran el calor.
Si usted mira alrededor y se fija en las etiquetas, tenga en cuenta bodegas de Casablanca como Morandé, Veramonte, Viña Mar y Villard, o algunas firmas reconocidas como Concha y Toro, Santa Rita, Santa Carolina y Errázuriz, que también han adquirido propiedades en la zona o producen vinos con uvas del lugar. En el caso de San Antonio y de Rosario, no deje de interesarse por marcas como Leyda, Matetic, Casa Marín y Garcés Silva. En particular, Matetic y Garcés Silva son algunas de las más perseguidas en la actualidad, lo mismo que Chocalán, de la zona de Melipilla, en lo que ha dado en llamarse el Maipo Costero. La fama alcanzada por estos nuevos emprendimientos ha obligado a habituales productores como MontGras, Anakena, Luis Felipe Edwards y Undurraga a establecer cuarteles allí.
Más sobre vinos en www.hugosabogal.com
En una serie de recientes degustaciones celebradas en la cava del Club del Vino La Brasserie, en Bogotá, los entusiastas de la bebida mostraron un inusitado interés en una serie de nuevos vinos chilenos, que no existían en el mercado hace menos de 10 años. Literalmente hubo que establecer turnos estrictos para dar cabida a quienes querían asomarse a este atractivo universo de aromas y sabores, completamente distinto a lo que tradicionalmente se ha definido como el "estilo" chileno. Casi sin excepción, todos los noveles ejemplares han alcanzado ya posiciones de culto entre los aficionados, tras sus repetidos éxitos en concursos internacionales y sus altas puntuaciones en publicaciones como Decanter, de Londres, y Wine Spectator y Wine Advocate, de Estados Unidos.
¿De dónde proceden estos vinos que tanto entusiasmo despiertan? ¿Y dónde radica su secreto?
Primero hay que decir que, pese a que Chile es una de las naciones con mayor tradición vitivinícola del continente (desde el siglo XVI), nunca sus empresarios habían querido remontar la Cordillera de la Costa, que protege a los valles centrales de la húmeda influencia del Océano Pacífico. El primero en hacerlo fue el enólogo Pablo Morandé, quien, en los ochenta, decidió jugarse su propio capital para demostrar que el Valle de Casablanca (en el camino de Santiago a Valparaíso) podría colocarse a la altura de Marlborough, en Nueva Zelandia, o Carneros, en California.
Veinte años más tarde no hay capitales suficientes para adquirir terrenos allí. Todas estas zonas se benefician de los efectos atemperados del mar durante los meses de primavera y verano, con predominio de nieblas matinales, que bloquean la radiación solar para evitar maduraciones tempranas. El lento desarrollo potencia la ganancia de matices, lo que normalmente se pierde en climas de calores extremos.
Tras demostrar que Casablanca era posible (algo que los mismos colegas de Morandé no creyeron en un principio), toda una nueva área costera comenzó a abrirse en flor para dar origen a los Valles de San Antonio, Leyda y del Rosario, donde antes pastaban vacas y ovejas. De estas zonas, precisamente, provienen las nuevas estrellas, causantes de la renovada ola de interés en la vitivinicultura chilena.
La proximidad al mar produce una serie llamativa de singularidades, como la existencia de suelos arcillosos (altamente valorados por los viticultores por sus aportes minerales), las moderadas temperaturas durante el proceso de maduración, los vientos costeros (que evitan acumulaciones de humedad), los impresionantes paisajes y una topografía de suaves ondulaciones, que facilita la aparición de interesantes microclimas.
Este conjunto de características favorece, en particular, varias castas de uvas blancas como Sauvignon Blanc, Riesling, Gewürztraminer y Chardonnay, y tintas, como Pinot Noir, Merlot y Carménère. Pero cada vez es más frecuente encontrar Syrah y Cabernet Sauvignon procedentes de estos climas atemperados. Incluso, los Syrah y Cabernet Sauvignon de las zonas costeras chilenas figuran entre los de mayor atracción en la actualidad, así dichas variedades prefieran el calor.
Si usted mira alrededor y se fija en las etiquetas, tenga en cuenta bodegas de Casablanca como Morandé, Veramonte, Viña Mar y Villard, o algunas firmas reconocidas como Concha y Toro, Santa Rita, Santa Carolina y Errázuriz, que también han adquirido propiedades en la zona o producen vinos con uvas del lugar. En el caso de San Antonio y de Rosario, no deje de interesarse por marcas como Leyda, Matetic, Casa Marín y Garcés Silva. En particular, Matetic y Garcés Silva son algunas de las más perseguidas en la actualidad, lo mismo que Chocalán, de la zona de Melipilla, en lo que ha dado en llamarse el Maipo Costero. La fama alcanzada por estos nuevos emprendimientos ha obligado a habituales productores como MontGras, Anakena, Luis Felipe Edwards y Undurraga a establecer cuarteles allí.
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