La pregunta comenzó a rondar por mi cabeza desde algunos días, cuando elaboré un par de recetas con mantequilla, en una tarde de domingo. Como plato de entrada, preparé unos langostinos a la plancha, bañados con una ligera salsa del sedoso lácteo, adosada con algo de sal y pimienta, y una pizca de ajo. Los disfruté con un Chardonnay Reserva y todo el conjunto me supo a gloria.
Luego serví un Goulash a la húngara, preparado también con mantequilla, sobre una cama de arroz blanco. En este caso, un Zinfandel californiano contribuyó a elevarme del suelo unos centímetros más arriba de los 2.600 metros que, en Bogotá, ya nos acercan a las estrellas. En ese momento recordé las múltiples veces que la mantequilla ha servido como sostén de muchos de mis antojos. A pesar de ser rica en grasas, colesterol y calorías, la mantequilla no es perjudicial y se recomienda para personas que requieren de altas dosis de energía como los deportistas. Es más, en la antigüedad, se la consideró un alimento divino, digno de reyes. Se llegó a decir, incluso, que su consumo protegía contra las fuerzas del demonio. Y a nadie le cabe duda de que la gastronomía de muchos países sería muy pobre sin la mantequilla.
De manera que me puse en la tarea de indagar sobre el recorrido de este producto a lo largo de sus más de 4.000 años de historia, y casi no termino. La mantequilla fue descubierta, accidentalmente, en el valle de Mesopotamia, donde el hombre comenzó el proceso de domesticación. Tal vez alguien batió en exceso la leche de cabra y surgió una sustancia cremosa, hoy conocida técnicamente como emulsión de agua en grasa. Y este fue el comienzo (aunque debe decirse que, para la obtención de una buena mantequilla, la leche de vaca es más rica y compleja que la de ovino).
En sus comienzos, fue venerada en la Europa vikinga y vilipendiada en el Mediterráneo, donde siempre se ha preferido el aceite de oliva. Se llegó a decir en Grecia y Roma, que la mantequilla era un alimento insano, causante de la lepra. Claro, no eran más que habladurías.
De todas formas, la mantequilla ha estado siempre asociada a lo sagrado, lo bueno, lo saludable y lo puro, y la Biblia lo consigna así en varias alusiones a este alimento.
La mantequilla es una de las formas más concentradas de la leche. Se requieren unos 20 litros de líquido para producir un kilogramo de mantequilla, la cual concentra buena cantidad de proteínas, calcio, fósforo y vitaminas solubles como la A, la D y la E. ¿Pero cuál es su magia en la cocina?
Ante todo, hay que empezar por decir que la mantequilla es la puerta de entrada a la mayor parte de las experiencias gastronómicas. Sobre pan (y en muchas regiones de Colombia sobre arepa) no sólo genera placer, sino que da untuosidad a la masa y facilita su ingestión. Su potencia gustativa gira alrededor de varios componentes, entre ellos los ácidos grasos, los lactones y las metilcetonas. Del tipo de grasa predominante (libre o cristalizada), depende también su consistencia (la cristalizada, por ejemplo, proporciona mayor dureza).
En distintas formas de cocción, la mantequilla actúa como agente soluble de muchos ingredientes y potencia sus aromas naturales. Es el caso de las especias, la cebolla, el ajo, la vainilla y el cacao. Y si se la hornea en una masa como la del croissant, ejerce un atrayente efecto sobre nosotros.
Las preparaciones con pescado y mariscos, que impliquen el uso de mantequilla, demandan un Chardonnay o un Viognier. El cuerpo de estos dos vinos blancos balancea la complejidad de la mantequilla. Para acompañar salsas más condimentadas y contundentes, como aquellas empleadas para acompañar carnes rojas, cualquier tinto frutado y de carácter hará el empalme ideal.