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En tuit reciente, manifesté mi apoyo a la decisión argentina de aceptar la despenalización del aborto. Si solo se tratara de mirar una posición personal, el escaso lector podría suspender aquí la lectura.
Pero a esta postura prodespenalización llegué después de largas reflexiones. Cuando se abrieron las tres causales, fui su defensor. Aún tenía vacilaciones respecto al derecho de opción. Hoy lo apoyo por cuanto, en esencia, la discusión la ubico más en el campo de la penalización y la salud que en el del dogma.
Esta es una materia agobiada por una paradoja: la ciencia le ha ayudado al dogma y no al revés.
Durante mucho tiempo, la Iglesia católica sostuvo que un feto masculino solo era persona 40 días después de la concepción. Y el feto femenino, ocho días después. Se condenaba el aborto, pero como consecuencia de concebir el sexo dentro del deber de procrear, no porque la Iglesia creyera que la personalidad humana comenzara con la concepción. Esto solo vino a ser realidad teológica por una razón distinta: por la necesidad de sostener que la Virgen había concebido sin pecado. Apenas en 1854, Pío IX proclamó como dogma la concepción inmaculada. Y solo pocos años después, en el Acta Apostolicae Sedis, de 1869, se eliminó la norma que preveía la excomunión únicamente para los abortos de fetos que hubiesen recibido un alma. Es más, en la bula Effraenatam, Sixto V intentó, en 1588, la condena sin excepciones, pero ella solo duró dos años.
Fue el avance científico, tanto en la genética como en la ecografía, el que permitió encontrar vida desde la concepción. La ciencia le dio sustento al dogma de la inviolabilidad de la vida desde ese momento. Esto ha hecho que, hoy, la discusión basada en principios sea casi inabordable. Es la razón por la cual he arribado a la posición permisiva, basándome exclusivamente en razones de política criminal y salud pública. La pregunta crucial para mí no es sobre el inicio de la vida, su protección y los derechos del feto. Por cierto, me pareció un flaco servicio el que prestó recientemente en El Espectador el abogado indio Anand Grover, presentado como un gran experto, cuando dijo que “una mujer que se realiza un aborto no le hace daño a nadie, excepto al no nacido. Soy de los que creen que el no nacido no tiene derechos, como lo ha dicho, por ejemplo, la Corte (Suprema) canadiense o como lo ha sostenido el derecho tradicional anglosajón durante mucho tiempo”. En tiempos en los que se aceptan derechos de los animales y de la naturaleza, suena macabro decir que el no nacido no tiene derechos. Es un desenfoque del problema. Lo que hay que resolver no es eso, sino la forma de modular derechos en conflicto y excluir de la discusión la cuestión penal. El aborto no es obligatorio. Las personas que por convicción, incluso de raíz religiosa, no desean aceptar el aborto están en su derecho. Es una cuestión que se debe reservar a la órbita personal, en particular de la mujer. La objeción de conciencia individual para el personal de la salud se debe mantener. El Estado no debe intervenir con el garrote de la prisión; al contrario, su papel es preservar la salud y la autonomía, sin necesidad de acudir a juicios morales.
Coda. Argentina decidió en el Congreso, previa movilización ciudadana. Lo deforme acá es un Congreso huidizo que obliga a la Corte a tomar las decisiones cruciales.
